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Bauhaus: del barro del postpunk al símbolo del rock gótico

1961. El año del Muro de Berlín, de Bahía de Cochinos y el primer concierto de los Beatles en el Cavern. Bajo el signo del cielo que consteló aquellos hitos, David J. Haskins cifra en sus memorias el momento en que conoció a Daniel Ash. El chico insurrecto que llevaba la ceniza por apellido.

Dos niños que se asomaron al mundo desde la sima más profunda de la Guerra Fría.

Nada supieron entonces -iban al kinder de Miss Cherry en Northampton- de aquella sombra que perfilaba, sigilosa, la intuición de un ocaso inminente en el molde de su mirada.

Nada supieron tampoco que aquella mórbida argamasa iba a fraguar 17 años más tarde en esa flor del mal que, bajo el atávico nombre de la Bauhaus, brotó del barro del postpunk británico como símbolo de una ola cargada de melancolía que alguien, después, llamó rock gótico.

David J -chico rubio y miope que, empapado en Ginsberg, Kerouac y Baudelaire, tocaba el bajo en su propia banda adolescente- y Daniel Ash -sikinny jeans, Les Paul al lomo y el único blanco en una prescindible banda de funk- volvieron a encontrarse en 1974 en el Nene College Art de su ciudad.

Juntos sudaron hasta el final ese primer concierto de los Ramones en el Roundhouse de Camden Town y se mezclaron con los protopunks que iban al 100 Club de Londres para desgañitarse en aquel 1976 contra la mala madre que hundía a sus hijos en una isla de desempleo, al ritmo de una nueva banda llamada Sex Pistols.

Juntos también vieron consumirse la amorosa flama del punk, hacia el final de 1978.

Fue Daniel quien una tarde de aquel año le pidió a su amigo una opinión sobre el cantante –otra vieja amistad- de su nuevo grupo, en el que Kevin, el hermano pequeño de David J, tocaba la batería.

Era un tipo tartamudo –sólo al hablar-, algo tímido, de clase obrera pero porte elegante: alto, pálido y delgado, y un timbre a lo Bowie, al que llamaban Pete. Peter Murphy.

“Oro puro”, el veredicto.

Y como el bajista de aquel cuarteto no funcionara, David J se convirtió en la pieza que completó el cuadro conceptual del conjunto.

Reino Unido es Weimar

Lo primero que el estudiante de arte aportó al grupo no fue música sino algo más importante en ese momento: un nombre.

“Al escuchar el potente sonido de la banda se me vino a la mente la Staatliches Bauhaus de Weimar”, cuenta David J en su libro autobiográfico Who Killed Mr. Moonlight? Bauhaus, Black Magic and Benediction. “Había una afinidad con el ideal de esa escuela de arte y arquitectura fundada en 1919, que sostenía que la forma era función, y cualquier embellecimiento superfluo debía eliminarse en favor de un diseño elegante”. Todo lo contrario -vaya ironía- al ideal del gótico.

“Bauhaus 1919 fue mi sugerencia y a todos les gustó”.

Después de algunas presentaciones, el nombre quedó simplemente en Bauhaus. Como esa reacción académica y constructiva a la decadencia alemana de la posguerra, cuya limpieza estética fue la contracara apolínea de una realidad oscura, arrellanada en el traspatio dionisiaco de las noches del cabaret berlinés.

Al que algo, también, le debió la banda inglesa: luz blanca de uso industrial, sombras largas y geométricas al estilo expresionista del Gabinete del Doctor Caligary y un maquillaje en blanco y negro -contrario al colorido glam que permeaba con fuerza el new pop- fueron los trazos de la teatralidad con que Bauhaus desplegó su presencia en el escenario.

Una estética que potenció las aristas puntillosas, inquietantemente agudas de la guitarra de Ash, y la reverberación con que resonaba, como en una catedral gótica, la poética rimbaudiana y blasfema de Peter Murphy.

Con el imaginario sobrenatural del catolicismo de sus días de pantalones cortos, el cantante construyó una lírica exorcista que prendió de inmediato en otras víctimas de la tortura escolar: ¡In nomine patri, et fili, et spiriti sanctum!, aúlla el coro sacrílego de Stygmata Martyr cubierto por las voces de una oración en reversa.

Soho: la cueva de los vampiros

Un baresucho bajo un burdel de la calle Dean en Soho, el Billy’s, fue el perol en que se cocinó el caldo de la melancolía londinense. “Allí vimos cómo el público evolucionó y estableció su propio código en términos del vestir y de actitud. El negro, por supuesto, era la única forma de ir: el color de la noche y de la muerte”, escribe David J.

Ese bar, que desde 1978 cobijó a adolescentes desilusionados con el punk, fue uno de los que visitó, tres meses antes de ahorcarse en su casa, aquel icono del fin del mundo que fue Ian Curtis, el vocalista de Joy Division, los grandes iniciadores del sonido oscuro del postpunk. Y acudió allí precisamente para ver a Bauhaus.

El Billy’s fue también la antesala del Batcave, templo de una corriente subterránea que reventó en 1982: el gótico. Un joven clan en el que la nostalgia de lo eterno se imponía a lo mundano, lo finito, lo fugaz. A aquella sombra de la destrucción que perfilaba su mirada desde la infancia.

“Como el movimiento gótico original de la literatura del siglo XVIII y principios del XIX, que significó el retorno de lo reprimido, de las supersticiones medievales y los deseos primordiales supuestamente desterrados por la Revolución Industrial durante la Ilustración, la nueva corriente gótica también se basaba en la idea de que las emociones más profundas se remontan miles de años en el pasado”, dice Symon Reynolds en su historia del postpunk. “Un mecanismo de evasión apolítico frente a otros temas urgentes del presente”.

En su desdén de lo vulgar y la celebración de todo aquello que languidece, el arquetipo romántico del vampiro se convirtió en el símbolo de la noche eterna, encarnada en la figura seductora y majestuosa de un Peter Murphy espectral, que se mecía de cabeza sobre el escenario al cantar: Undead, undead, undead… Bela Lugosi is Dead.

 

 

 

 

 

 

 

Con información de El Financiero.

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