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El lado más oscuro del Emperador César Augusto

César Augusto, llamado Octavio en su juventud, acaparó un sin fin de reconocimientos y cargos como recompensa por su defensa de la república, lo que terminó por ser una contradicción en sí misma cuando se convirtió en el fundador del Imperio romano y, en consecuencia, en el verdugo del periodo republicano. Más allá de su imagen de patriarca atento y sabio, propio de su madurez, se ocultó así un hombre capaz de matar a sus enemigos en masa, robar la esposa a otro hombre o incumplir las leyes que decía representar en su beneficio. Augusto fue, como todos, un manojo de contradicciones.

Cuando en el año 44 a.C. Julio César fue asesinado por un grupo de senadores, Cayo Octavio era un adolescente completamente desconocido, un sobrino más del dictador, adoptado recientemente por este. Nadie pensó que aquel imberbe fuera en serio en su pretensión de continuar con el legado de su padre político. Cayo Julio César Octavio, sin embargo, consiguió en poco tiempo alzarse como uno de los tres hombres más poderosos de la República –formando inicialmente el Segundo Triunvirato con Marco Antonio y Lépido– y más tarde logró gobernar en solitario como Princeps («primer ciudadano» de Roma), para lo cual adquirió la consideración de hijo de un dios.

Como Adrian Goldsworthy narra en su libro «Augusto: de revolucionario a emperador» (Esfera, 2015), Octavio –«un niño que le debía todo a un nombre», como le definían sus enemigos– no era conocido a la muerte de Julio César ni siquiera entre los partidarios del dictador fallecido, quienes veían en Marco Antonio al verdadero hombre a seguir. Tras levantar un ejército privado (lo que infringía la ley y la costumbre) y ponerse al servicio de los propios conspiradores que mataron a su tío, Octavio se enfrentó inicialmente a Marco Antonio y Lépido, dos generales hostiles al Senado a consecuencia de la muerte del dictador.

La purga de los asesinos de Julio César

Los tres continuadores de Julio César acabaron uniendo sus fuerzas, en el conocido como Segundo Triunvirato, contra los Libertadores, el grupo de senadores que habían perpetrado el magnicidio. En cuanto el Triunvirato recuperó Roma, corrieron ríos de sangre entre la élite política hostil. Se desempolvaron las proscripciones de Sila, de modo que se colgaron en el Foro dos tableros con una lista de los senadores y otra de los no senadores que podían, y debían, ser asesinados sin que hubiera consecuencias legales.

Los verdugos debían entregar las cabezas de los asesinados a cambio de una recompensa, que se restaba de parte de sus propiedades. El resto del cadáver debía quedar donde hubiera muerto o ser arrojado al río Tíber junto con la basura. Si algún amigo o familiar trataba de auxiliar a los proscritos, pasaba a engrosar otra línea de la lista.

La lista inicial de víctimas alcanzó varios centenares de nombres y el total ascendió a más de dos mil en cuestión de pocos meses. Se trataban, obviamente, de asesinatos ilegales, puesto que la legitimidad de este Triunvirato no emanaba del Estado, sino de los ejércitos privados que servían a su mando. La lex Titia fue creada apresuradamente y sin las necesarias garantías. La excusa de esta purga era vengar a Julio César, que había pagado con su vida haber perdonado a sus enemigos, pero Octavio, Antonio y Lépido cebaron la lista con sus rivales personales. César apuntó el nombre de su antiguo tutor, Toranio, al que acusaba de haberle estafado parte de su hacienda. Antonio permitió que su tío materno Lucio Julio César fuera incluido, mientras Lépido entregó a su propio hermano, Emilio Paulo, al que, sin embargo, luego protegió. Las proscripciones permitieron a muchos esclavos ganarse la libertad traicionando a sus amos.

El senador purgado más famoso fue Cicerón, especialmente crítico con Marco Antonio. Tras ser asesinados su hermano Quinto y un sobrino, Cicerón fue acorralado y ejecutado en el año 43 a.C. Su mano derecha y su cabeza fueron clavados en la Rostra, no sin que antes, según las malas lenguas, Antonio riera con salvaje deleite frente a sus trofeos.

César lamentó el destino de Cicerón e incluso se mostró remiso inicialmente a que se descontrolara la represión. Sin embargo, Suetonio afirma que esa reluctancia de César se transformó con rapidez en entusiasmo por buscar nuevas víctimas, lo que en un joven político resulta aún más chocante que en el caso de personajes como Lépido o Marco Antonio con una larga carrera tras de sí. Este mismo autor, describe a César como alguien frío y calculador, que contestaba a las peticiones de misericordia con un lacónico y razonado: «Debe morir» o «Debes morir» (moriendum esse, en latín).

Muchos otros de la lista estaban allí, más que por motivos personales o políticos, porque el Triunvirato necesitaban incautarse de propiedades y fondos para pagar las 40 legiones con la que controlaba Roma y esperaba aplastar a sus enemigos. Bastaba en este caso con que los represaliados huyeran y dejaran sus bienes en Roma. Tanto César como Antonio fueron acusados de asesinar a gente solo para ponerle las manos encima a excelentes colecciones de vasos de bronce corintios.

A nivel económico, sin embargo, la incautación obtuvo escasos réditos, pues en las subastas posteriores los pocos ricos que quedaban en Roma no estaban dispuestos a alardear de sus fortunas. Corrían el riesgo de acabar en la lista… Sin los resultados esperador, el trío calavera aprobó una subida de impuestos en base a las propiedades que cada ciudadano tuviera, con el objeto de financiar sus ejércitos.

«Octavio no se comportó como cabía esperar de un joven aristócrata romano al frente de una batalla»

Las tropas del Triunvirato acorralaron a los Libertadores y sus legiones en Grecia y emprendieron en el año 42 a.C. la definitiva campaña militar en estas tierras. Los hechos ocurridos en la batalla de Filipos, entre los cabecillas del bando de los Libertadores –Marco Junio Bruto y Cayo Casio Longino– y el Triunvirato, dio lugar durante el resto de la vida de Octavio a comentarios malintencionados sobre el escaso valor del joven patricio. Como apunta Goldsworthy, «Octavio no se comportó como cabía esperar de un joven aristócrata romano al frente de una batalla». De hecho, no apareció por ningún lado. Lo que hoy podríamos llamar la versión oficial aseguró que seguía enfermo y prefirió dirigir la batalla desde la retaguardia trasladándose en litera de un lado a otro, aunque la realidad es que cuando las tropas de los Libertadores consiguieron derribar el frente que debía dirigir Octavio e internarse en el campamento enemigo no encontraron por ningún lado al joven.

En este sentido, la versión más probable es que ni siquiera se encontrara en el campo de batalla, sino escondido en una zona de marismas cercana recuperándose de su enfermedad en un periodo que se prolongó hasta tres días. La mala salud de Octavio fue algo recurrente a lo largo de su vida.

El nacimiento de un imperio

Tras repartirse el mundo entre los tres triunviratos, Octavio fue consolidando su poder desde Occidente, mientras Marco Antonio desde Oriente caía en los brazos de Cleopatra y fraguaba su propia destrucción política. Lépido, por su parte, se limitó a echarse a un lado. En el año 31 a.C, Octavio se vio libre de rivales políticos tras derrotar y forzar la muerte de Marco Antonio, al que primero había desacreditado con una agresiva campaña propagandística. Augusto convenció a Cleopatra para que se suicidara y eliminó de la ecuación a Cesarión, supuestamente el hijo que la egipcia tuvo con Julio César, pero en general permitió a muchos de los seguidores romanos de Marco Antonio regresar a Roma sin castigo. Mostró clemencia como prueba de un nuevo tiempo.

Tras su Triunfo en Egipto, el joven inició el proceso para transformar de forma sigilosa la República en el sistema que hoy llamamos Imperio. Lo hizo, sobre todo, valiéndose del agotamiento generalizado entre una aristocracia desangrada por tantas guerras civiles sucesivas. Augusto dejó de asesinar a otros romanos tras la batalla de Accio, a excepción de episodios aislados de supuestas conspiraciones contra él, e incluso entonces no aplicó grandes purgas. La edad, o tal vez el pragmatismo, le hicieron más comedido.

A partir del año 30 a.C, monopolizó de forma efectiva el control de las fuerzas militares, lo que técnicamente le convirtió en un dictador militar. Sin embargo, se cuidó siempre de usar otros nombres y de ganarse el apoyo social como líder político y religioso. Octavio pasó a titularse con el paso de los años Augusto (traducido en algo aproximado a consagrado), que sin llevar aparejada ninguna magistratura concreta se refería al carácter sagrado del hijo del divino César, adquiriendo ambos una consideración que iba más allá de lo mortal.

Sin nombrarse en ningún momento Emperador (Imperator era un título dado a un general victorioso), Augusto creó un sistema que cambió profundamente la historia de Europa a través de un programa de obras públicas, plasmado en su mítica de frase de «encontré una ciudad de ladrillo y dejé una de mármol». El princeps estabilizó la política local, financió el arte y la literatura y estableció una estrategia defensiva en las fronteras del imperio que permitieron casi dos siglos de calma.

Sin inmutarse, Augusto ordenó a sus hombres que rompieran una a una el resto de copas hasta que su anfitrión y amigo liberera al esclavo.

La llamada pax augusta se cimentó sobre los cadáveres de unos cientos de senadores y aristócratas, cuya ejecución marcó el fin de la República Romana. Augusto, un hombre razonable y justo pero implacable, se presentó con los años como un padre de Roma comprensivo y paciente, tan poderoso que toreaba las críticas con humor. No en vano, esta dulzura escondía el hecho de que se había convertido en un dictador perpetuo, principal comandante de Roma y el más acaudalado. Un hombre divino en cuyos planes no entraba ceder el poder en ningún momento.

Cuentan sobre lo poderoso que llegó a ser que uno de sus patrocinadores de juventud le invitó a una cena donde un esclavo de su propiedad rompió una copa sin querer, a lo que el patricio amenazó con lanzarle a un estanque repleto de lampreas carnívoras. Sin inmutarse, Augusto ordenó a sus hombres que rompieran una a una el resto de copas hasta que su anfitrión y amigo liberera al esclavo. Así lo hizo sin rechistar, y a su muerte legó todas sus villas al princeps, quien le recordó su autoridad demoliéndolas todas sus propiedades para que nadie recordara a alguien así.

El Emperador trasladó su inapelable poder a su entorno familiar, empezando porque se casó con su esposa, Livia Drusila, tras obligarla a divorciarse de su marido, del que estaba embarazada. No dudó tampoco en ordenar el destierro de su propia hija y de otros familiares con tal de salvar su autoridad. Augusto ordenaba, y Roma obedecía. La cacareada paz costó litros y litros de sangre propia y ajena.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Con información de ABC.

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