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Ignacio Allende, el general de los insurgentes

El movimiento insurgente comandado por él fue la base para la independencia de México. Ignacio Allende, el Generalísimo que imaginó un país gobernado por sus propios habitantes, ocupa hoy un segundo sitio en el pantéon de aquella lucha porque supo entender que, ante la convocatoria que arrastraba el cura Miguel Hidalgo, aquel debería ir al frente.

Fue así que la figura de Hidalgo superó en el imaginario colectivo a la del miliciano nacido el 21 de enero de 1769 en San Miguel el Grande, en la región del Bajío, de madre española americana y padre español peninsular. Pero su participación en la lucha que terminó logrando la soberanía de México fue fundamental.

Poco abonó a su gloria apoyar la decisión de Hidalgo de no tomar la Ciudad de México tras el triunfo en la batalla del Monte de las Cruces, en las cercanías de Toluca, el 30 de octubre de 1810.

“Triunfaron frente a los realistas, pero fue motivo de mucho desaliento haber llegado hasta las cercanías de la capital y no avanzar para terminar lo más pronto posible con el movimiento armado popular y empezar la construcción de un nuevo orden político, como era el deseo de Allende”, señala el historiador David Guerrero, del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.

Cinco meses después, cuando se dirigían a Estados Unidos en busca apoyo, ambos fueron detenidos en Coahuila y posteriormente juzgados y sentenciados a muerte.

El religioso y el miliciano, que tuvieron diferencias en su visión estratégica, llegaron a un quiebre en noviembre de 1810, cuando Hidalgo decidió marchar a Guadalajara. Su segundo se quedó en Guanajuato, a la espera del ejército de Félix María Calleja, por lo que necesitaría refuerzos. “Le pidió apoyo para esa plaza que tanto costó ganar. Al no recibir respuesta, Allende le mandó decir que, si no llegaba, entendería que peleaban en bandos distintos”, destaca la profesora e investigadora de la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia, Adriana Rivas de la Chica.

Después volvieron a unirse, pero tuvieron dos derrotas apabullantes: Aculco, en el actual Estado de México, y Puente de Calderón, en Jalisco. “La cúpula del movimiento se reagrupó, ya con muchas deserciones, y se tomó la decisión de marchar hacia el norte”, señala la historiadora.

En su camino hacia Estados Unidos, aparentemente serían recibidos en Acatita de Bajan, Coahuila, pero fueron traicionados por Ignacio Elizondo, quien se hizo pasar por uno de los insurgentes. Los llevaron a Chihuahua junto con Juan Aldama, Mariano Jiménez, Mariano Abasolo y muchos más. Se les declaró a todos la pena capital por traición al rey y a la patria, y sus cabezas fueron colgadas en las cuatro esquinas de la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato.

El estratega

Allende formaba parte de la élite de una zona especialmente activa en lo político y económico, pero en lugar de dedicarse al comercio o a las letras optó por las armas. Fue capitán del Regimiento de Dragones de la reina en San Miguel el Grande.

“Acantonado en Veracruz, escuchaba las noticias de lo que ocurría en España, cuando la invadieron tropas napoleónicas en 1808”, relata Guerrero.

Aquella España invadida, sin rey, que podía perder sus posesiones americanas a manos de los franceses, motivó a Allende a manifestar su inconformidad. “Por el malestar de los criollos y por el temor de que la Nueva España cayera en manos de los franceses”, añade.

España ni sus reinos americanos reconocieron a José Bonaparte como rey, a quien Napoleón impuso tras derrocar a Fernando VII.

“Se formaron juntas de gobierno que funcionaban en ausencia del rey, sin dejar de reconocerlo. Miembros del ayuntamiento de la Ciudad de México, como Francisco Primo de Verdad, propusieron al virrey José de Iturrigaray algo similar. Pero quienes querían conservar la preeminencia de los peninsulares en las decisiones políticas del reino se negaron, decían que era la independencia disfrazada. Quienes estaban en contra de la junta destituyeron a Iturrigaray e impusieron a Pedro Garibay”, explica Rivas de la Chica.

“Fue una de las personas más activas en tratar de convencer a otros para sumarse a la conspiración. Incluso hay cartas donde él manifestaba su tristeza porque, decía, ‘no se unen como yo quisiera’. Pensaba que los criollos se unirían con entusiasmo, pero no fue así”, observa Guerrero.

Allende estaba concentrado con las tropas que Iturrigaray envió a Veracruz, el contingente más grande de milicia americana, integrado por cerca de 14 mil hombres, que tras la destitución del virrey fueron enviados a sus provincias por las nuevas autoridades.

“Los milicianos sospecharon de esas acciones. ¿Por qué se dispersaban las tropas cuando tendrían que proteger más que nunca las principales plazas americanas debido a la invasión napoleónica? Allende junto con otros oficiales de milicia formaron juntas secretas para hablar de sus posibilidades políticas. Él defendía la junta de gobierno autónomo, pero sabía que ya no iba a poder hacerse de una manera pacífica”, asegura la investigadora.

Allende -comenta Guerrero- quería iniciar su movimiento con otros milicianos que tuvieran conocimiento de armas, táctica, disciplina, pero Hidalgo al convocar a las masas populares, generó un ejército que, si bien no era el que esperaba, se esforzó en organizar, buscando evitar el saqueo y las matanzas innecesarias.

“Planteaba un nuevo país donde los habitantes participaran en el gobierno, no democrático -palabra extraña para aquel tiempo-, pero sí representativo. Aunque originalmente pensó que el movimiento insurgente podía ser corto y bien organizado, resultó en una rebelión armada que se volvió incontenible, que fue aplastada muchas veces, pero continuaron otros como Ignacio López Rayón, Morelos y Guerrero. Pero nunca desistió, fue un hombre que estuvo a la altura de sus exigencias políticas y sociales y las llevó a cabo de palabra, con la acción y con las armas en la mano”, concluye.

 

 

 

 

 

 

Con información de El Financiero.

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