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La prostitución y los burdeles en el Viejo Oeste

La gran pantalla ha logrado, a golpe de película, que sea imposible no asociar el Viejo Oeste a los tiroteos en mitad de un poblado polvoriento o a un Sheriff ávido de venganza después de que los indios raptasen a su bella esposa. Otro tanto ha ocurrido con los burdeles y las prostitutas del «Wild West». La gran pantalla ha mostrado a los primeros como antros de perversión y, a las meretrices, como chicas dispuestas a hacer lo que fuera a cambio de unas monedas con las que comprar alcohol. La leyenda es real en buena medida, pero también es cierto que, tras ese aura de aberración, se escondían lupanares en los que era importante que los hombres fuesen educados y mujeres que no practicaban sexo oral porque lo consideraban una conducta poco decorosa típica de las francesas.

Todo ello no impedía, eso sí, que la mayoría de los burdeles fuesen «lugares sórdidos» en los que «lo único que prosperaba era el alcoholismo, las enfermedades venéreas y toda clase de miserias», tal y como afirma el autor Gregorio Doval en su obra « Breve historia del Salvaje Oeste: Pistoleros y forajidos». Según señala el experto en su obra, en los prostíbulos del «Wild West» había una «doble moral» similar a la que se había instaurado en una sociedad en la que, a pesar de que las chicas de la noche eran vistas de forma despectiva, también eran toleradas como un «mal necesario» por las mujeres de los poblados. Y es que, la mayoría que creían que, con su trabajo, evitaban que los «hombres persiguieran a sus hijas» o las molestaran con sus «lascivos deseos».

Hacia el lejano Oeste

Pero la generalización de los prostíbulos en el Viejo Oeste no salió de la nada. Su origen hay que buscarlo en el siglo XIX. Por entonces los habitantes de los recién creados Estados Unidos vivían en un continente aún sin explorar en su totalidad y que todavía estaba dominado por los nativos allí asentados desde tiempos inmemoriales. La frontera -el territorio conocido- se hallaba en 1845 a la altura de Montana. Oklahoma y Luisiana, lo que aún dejaba un buen pellizco del país por anexionar hacia el oeste. En principio no se dio mayor importancia a este territorio, pero la superpoblación de las ciudades y la falta de trabajo provocaron que esta región se viera con otros ojos.

Poco a poco fueron partiendo a su conquista cientos de peregrinos que, muertos de hambre en sus hogares, poco tenían que perder. Acababa de comenzar, en definitiva, la toma del lejano e inexplorado oeste americano. En su momento, el propio Doval definió a ABC la «conquista del oeste» como «un movimiento migratorio poco o nada programado (al menos, al principio), en el que una ingente e inagotable corriente continua de emigrantes provenientes de muy distintas partes de Europa (y también de otras partes del mundo, como el lejano Oriente o el cercano México) se fue abriendo paso por un inmenso territorio». En sus palabras, el este norteamericano necesitaba expandirse para absorber a sus millones de inmigrantes y la partida hacia el oeste fue la gran solución.

Prostitutas de Dawson City.

 

Tan solo había un problema para los norteamericanos: en estas nuevas regiones estaban asentados los mal llamados indios. Nativos que vivían allí desde hacía siglos y que, para defender su territorio, no dudaron en hacer uso del arco y las flechas. Su objetivo no era otro que evitar que los colonos conquistases sus tierras y les expulsasen de allí. Aunque, para su desgracia, sus enemigos venían cargados con armas de fuego.

«Sobre el Oeste corrían todo tipo de rumores más o menos fundados: que era un inacabable desierto sin agua y sin recursos; que su fauna era temible (incluso se llegaba a decir que abundaban los dinosaurios); que había tribus hostiles… Pero los rumores no detuvieron a los colonos. Al final, esta gran migración humana, concentrada en unas breves décadas de la segunda mitad del siglo XIX, adquirió un carácter epopéyico porque los peligros eran realmente muchos y reales, incluyendo la inimaginable distancia, el desconocimiento casi absoluto del territorio y la falta de guías, los desaprensivos que se aprovechaban de ellos y también, cómo no, un conglomerado muy diverso de tribus indígenas», destacaba el experto a ABC.

Prostitutas y homosexualidad en la frontera

a expansión a marchas forzadas dio lugar a los famosos pueblos de frontera que tanto vemos en las películas. Los objetivos de estos centros urbanos (que solían levantarse a base de dinero privado) eran varios: acoger a los nuevos colonos que llegaban desde el este, servir de centro neurálgico para los campamentos mineros que se ubicaban en los alrededores (allí donde hubiera oro, para ser más concretos), hacer las veces de puestos avanzados para el ejército y, entre otras tantas cosas, servir de vivienda para los trabajadores ferroviarios que buscaban extender la civilización a golpe de raíl y locomotora.

Todos estos personajes acudían a la calidez que les ofrecían los típicos pueblos del «Far West» en busca de una buena comida, un lingotazo de whisky y, por qué no decirlo, una amable chica con la que pasar el rato.

El problema era que aquella expansión hacia el Oeste era protagonizada principalmente por hombres. No en vano, en algunas regiones había hasta un 20% más de varones que de mujeres. Hubo dos soluciones. La primera es la menos conocida. Según afirmaron en una entrevista para «True West» el historiador Clifford P. Westermeier y su colega Peter Boag (este último, de la Washington State University) no era extraño que los rudos vaqueros apostasen por mantener relaciones sexuales con otros hombres. «Era algo aceptado y no eran vistos como homosexuales, esa terminología empezó a ser utilizada después», explicaba el segundo.

Bessie Colvin, una prostituta de El Paso, Texas.

 

Su compañero confirmaba esta práctica y añadía (en el mismo texto) que existen instantáneas en las que se puede ver cómo los colonos celebraban fiestas en las que «la mitad de los hombres hacían el papel de las mujeres ataviados con parches en la entrepierna para señalar su papel femenino». En este sentido, ambos coinciden en que, aunque una de las características que se le atribuyen a los vaqueros es la lujuría (además de su pasión por el juego, la bebida y las apuestas) la realidad es que no le daban tanta importancia al sexo como hoy en día podríamos creer.

En todo caso, la necesidad de mujeres provocó que, al igual que el mítico «Saloon», no tardasen en exportarse hacia los pueblos de la frontera los burdeles. Lugares que navegaron entre la legalidad y la prohibición y que desvelaban su presencia con un farolillo rojo en la entrada y unas cortinas del mismo color en las ventanas inferiores. Tampoco faltaban las meretrices que vivían alejadas de los poblados para ganar unas monedas extra satisfaciendo las necesidades de los mineros que habitaban en pequeños campamentos ubicados en los alrededores.

De hecho, desde los primeros años de la expansión hacia el Oeste, hasta principios del siglo XIX, el negocio de las prostitutas contribuyó en gran medida a la economía local. Ejemplo de ello es que, durante la mitad del siglo, unas 50.000 mujeres ejercían como meretrices. Un ejemplo claro de lo masificada que esta esta práctica en algunas ciudades es que, en 1895, tan solo hacía falta abrir la «Travelers Guide of Colorado» para saber cuáles eran las características de cada uno de los burdeles de la zona. «Las prostitutas eran tan numerosas en algunas ciudades que se ha llegado a estimar que suponían en algunos casos hasta el 25% de la población», añade el autor.

El oficio de prostituta

Tanto Doval como Michael Rutter (este último, en su obra «Upstairs Girls: Prostitution in the American West») son partidarios de que una mujer solía terminar ejerciendo como prostituta por múltiples causas. Lo más habitual era que empezaran en este negocio si eran «abandonadas o se quedaban solas al morir sus padres» en las ciudades del Oeste. Aunque también era tristemente habitual que sucediera otro tanto si perdían la virginidad antes de contraer matrimonio. Eso hacía que, según el experto, su «condición de casaderas se esfumara».

Pero había una tercera y triste vía: ser secuestra por los indios. Mary Ellen Snodgrass afirma en «Frontier Women and Their Art: A Chronological Encyclopedia» que uno de los casos más claros en este sentido fue el de Mary Elizabeth Libby Haley Thompson, más conocida por el apodo que se le otorgó debido a la separación de sus dientes: «Squirrel Tooth Alice» («Alicia dientes de ardilla»).

Con apenas 9 años, esta joven fue capturada por los comanches. Cuando logró regresar con su familia después de tres años, fue marginada porque la sociedad asumió que habría sido violada por los nativos. Acabó sus días siguiendo a una banda de pistoleros primero, y ejerciendo como bailarina y prostituta poco después. También era habitual que las hijas de estas chicas de moral distraída siguieran los pasos de sus madres y se dedicaran al «oficio más antiguo del mundo».

Lo habitual era que las meretrices rondasen desde los 14 hasta los 30 años y, aunque parezca sorprendente, podían estar felizmente casadas. Sus maridos no solían cargar contra ellas ni criticar su comportamiento. De hecho, en muchos casos lo alentaban debido a que, si sus esposas ganaban un buen sueldo, podían vivir de sus ingresos. Aunque también pasaba a la inversa. «Con mucha fortuna, otras lograban casarse con algún cliente y retirarse con suficiente dinero como para mantener una vida confortable», añade Doval.

En todo caso, aquellas que no eran consideradas prostitutas eran las bailarinas y las chicas de alterne. Su función era totalmente distinta. A pesar de lo que nos han demostrado las películas de Hollywood, se encargaban de entretener a los clientes e intentar que bebieran lo más posible para ganar unas monedas de más. Estas se esforzaban en que los hombres bebieran hasta la saciedad copas subidas de precio, mientras ingerían té o agua con algún colorante que hacían pasar por alcohol.

El prostíbulo

Dentro de las prostitutas del lejano Oeste también había clases. Las meretrices peor consideradas y con menos recursos solían vagar por las polvorientas calles de las grandes ciudades dispuestas a ofrecer sus favores sexuales a cualquiera. Lo más habitual era que llevasen consigo una manta que arrojaban al suelo para complacer a su cliente cuando este se lo pidiera.

Un poco más arriba en el escalafón se encontraban aquellas que ejercían su profesión de forma independiente en pequeñas viviendas sin más encanto o equipamiento que una solitaria habitación o una triste salita tras la cocina. Aunque, en palabras de Doval, lo más habitual era que «algunas madames mantenían una red de casas individuales en las que ponían a trabajar a las que tenían una edad superior». Por encima de estos dos primeros escalones se encontraban las que trabajaban en un burdel.

La mayoría de los prostíbulos tenían dos plantas. En la primera los clientes eran distraídos con música y un pequeño escenario en el que -en los mejores casos- actuaban cantantes. En la segunda estaban las habitaciones, donde se mantenían las relaciones sexuales. Pero hasta en estos centros había clases. En los tugurios más pestilentes e inmundos lo principal era subir las escaleras cuanto antes y entretener al cliente era algo secundario. Según narra el autor, en los peores era incluso normal tener sexo encima de la mencionada tarima, de pie y a la vista de todos.

Dos meretrices posando ante la cámara.

 

Con todo, los burdeles de mayor postín se vanagloriaban de distraer los sentidos de sus clientes, más allá de ser un mero mercado de mujeres. En los más caros se podía disfrutar de una buena bebida alcohólica, espectáculos de todo tipo (hasta malabaristas) y una selección de platos cocinados de forma exquisita. Los más recatados ofrecían caras bebidas traídas de lugares exóticos. «Se trataba generalmente de locales magníficamente decorados, con sofás y sillas alineadas en las paredes», añade el escritor.

Los modales que se mantenían en estos burdeles eran exquisitos. Las prostitutas estaban obligadas a tratar con sus mejores palabras a los clientes. Para ellas, cualquier vaquero que atravesara la puerta era considerado un Lord. «Todas las chicas vestían corsé y tenían un comportamiento más o menos refinado», añade Doval. A su vez, tenían prohibido decir palabrotas o mostrar cualquier comportamiento soez ante de subir a las habitaciones. Además, una de las preocupaciones era que se mantuviera un ambiente hogareño. La máxima era, como ellas mismas afirmaban, «ser una dama en la sala de estar y una puta en el dormitorio».

Cara y cruz del sexo

Para saber lo que sucedía una vez que las prostitutas subían las escaleras del burdel no es necesario tener un manual de historia. De hecho, pocos testimonios han quedado que hagan referencia a sus prácticas sexuales. No obstante, algo curioso es que la mayor parte de las meretrices del lejano Oeste se negaban a practicar sexo oral a sus clientes. Así lo afirma, al menos, el historiador Chad Heap en su obra « Slumming: Sexual and Racial Encounters in American Nightlife».

En la mencionada obra el autor explica que «muchos americanos consideraban el sexo oral como una práctica “no natural” y de “forasteros”, más específicamente de las francesas». No en vano, en las crónicas de la época se afirmaba que las mujeres galas solían proponer a los hombres «tener relaciones de una manera extraña». Las prostitutas sentían, en sus palabras, verdadera aversión a estas prácticas y despreciaban a las compañeras que las llevaban a cabo.

Por el contrario, las prostitutas no tenían pudor a la hora de mantener relaciones sexuales sin métodos anticonceptivos, lo que provocó multiplicó los embarazos y generalizó las enfermedades de transmisión sexual.

 

 

 

 

 

 

 

Con información de ABC.

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