Un par de hombres llegan a una de las colonias más céntricas de Culiacán y, con la arrogancia que sólo tiene el crimen organizado en estos tiempos violentos en Sinaloa, irrumpen con la escasa luz de las 19:40 horas en el Hospital General del municipio.
Es 10 de octubre de 2024. Hugo, enfermero del turno vespertino, alcanza a ver a esos dos sospechosos; ninguno se molesta en cubrirse el rostro. Algo en las entrañas le dice al recién egresado que no hay que verles a los ojos ni hablarles. Tienen ese caminar presuroso, propio de los sicarios, así que da unos pasos atrás y se coloca detrás de un gabinete médico deseando que el latón sea a prueba de balas.
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Es una intuición que ha desarrollado en los días de guerra que vive su ciudad. La larga pesadilla que algunos llaman “Culiacanazo 3”, es decir, la batalla entre Los Chapitos y La Mayiza, tras el secuestro y la entrega en Estados Unidos de Ismael El Mayo Zambada que planearon los hijos del Chapo Guzmán.
En el hospital, los hombres se mueven como si cargaran algo apretado entre la ropa, dando zancadas que se escuchan desde lejos. Van en busca de alguien, probablemente el joven herido de bala sin nombres ni apellidos que llegó hace poco desde la comunidad de Tepuchito, Sinaloa.
Cada vez sucede con más frecuencia. Hombres y mujeres llegan con boquetes en el cuerpo hasta la Sala de Urgencias, abandonados por algún automóvil que se fuga sin que alguien lo detenga; o aparecen por su cuenta en la clínica, cojeando o arrastrándose y con la ropa empapada de sangre, exigiendo a gritos que se les atienda. Se saltan la fila, no se identifican ni tienen intenciones de pagar.
“Los tienes que atender. Si te niegas o lo dejas morir, sabes lo que te pasa, ¡bum!”, dice Hugo, cuyo nombre real no debo publicar, y del otro lado de la línea telefónica me imagino que hace una pistola con su mano y simula un disparo en la sien. “Te lo dicen muy claro: ‘si dejas que me muera, mi gente vendrá y te matará también’”.
Sucede que, luego de la llegada de un baleado, también irrumpe un comando y lo busca cama por cama, piso por piso, hasta que lo encuentran y alteran el sentido de un quirófano: el espacio para salvar una vida convertido en matadero. Eso pasa en el Hospital General de Culiacán, cuando Hugo ve cómo ese par de hombres que se abren paso a gritos, sospecha que van tras ese muchacho flaco y débil que cree –erróneamente– que había librado la muerte.
No hay cifras oficiales al respecto. El asesinato “por remate” en un hospital en México no existe en las estadísticas oficiales, aunque sí existe en la vida cotidiana.
“Hay un protocolo –avisar a la policía, bloquear puertas y ventanas, no pelear con esa persona, buscar en lo posible la protección de los datos personales de los pacientes– pero la verdad es que en ese momento, cuando llegan ellos, todo lo que haces es agacharte y rezar”, dice Hugo, desde el anonimato, relata la realidad desde Sinaloa.
Así que, detrás del gabinete de medicina, tiembla. Quiere asomarse para verificar si su intuición no le engaña, pero al mismo tiempo quiere mantener la cabeza protegida. Escucha los pasos del comando y calcula que están ya en el segundo piso.
De pronto, un balazo. Luego dos, tres, cuatro… Al herido de bala, piensa, se le acabó la suerte. A su hospital y a Sinaloa también.
La muerte se pasea en el quirófano. También por las salas de terapia intensiva. Y ronda por las salas de espera, urgencias y observación de pacientes. Como un virus, la llegada del crimen organizado a los hospitales se propaga. Y no pasa sólo en Sinaloa.
El 5 de noviembre de 2024, un comando asesinó a un herido de bala que esperaba su alta en el hospital IMSS-Bienestar en Coyuca de Benítez, Guerrero. Apenas unas horas antes, el 4 de noviembre, otro comando irrumpió en el Hospital “Gonzalo Río Arronte” en Atlixco, Puebla, y asesinó a un paciente convaleciente por herida con arma de fuego. Y tres semanas antes, dos eventos similares se registraron en Culiacán y Mazatlán, lo que provocó que profesionales de la salud hicieran una tímida protesta en redes sociales en plena ola de la violencia. Hugo, entre ellos.
En agosto, otro comando sacó a punta de pistola a un paciente del Hospital General de Uriangato, Guanajuato, y su cuerpo fue hallado horas después con evidencia de tortura. En abril, un comando más, pero en Cuernavaca, Morelos, asesinó en un centro médico privado a un hombre que esperaba la sutura de sus heridas de bala. Y esos son apenas un puñado de casos de este año.
El asesinato “por remate” tiene sus propias variantes, como el homicidio en noviembre de Luis Roberto Delgado, director del Hospital del IMSS en Santiago Tamazola, Oaxaca, cuya principal línea de investigación es que fue secuestrado y torturado porque “se le murió” un herido de bala que pertenecía al crimen organizado.
O el del director del Hospital Básico de Quechultenango, en Guerrero, Miguel Ángel Casarrubias, asesinado a balazos en un ataque directo cuando ingresaba a Chilpancingo. Hay dos hipótesis del crimen: una mala atención médica a un criminal o la negativa de entregar analgésicos a una banda local para elaborar drogas sintéticas.
Es un problema tan grave que en Sinaloa, Guanajuato, Ciudad de México y Veracruz, al menos, las autoridades se han inspirado en protocolos de guerra para saber qué hacer cuando aparece un herido de bala, cuando llega un comando o cuando un médico o enfermera son amenazados de muerte si no salvan a un moribundo.
Son protocolos nuevos para un problema añejo. Una revisión hemerográfica hecha por DOMINGA registra casos desde, al menos, 2007, cuando un sicario avanzó hacia el Hospital General “Doctor Alfredo Pumarejo” en Matamoros, Tamaulipas, y llegó hasta la camilla donde reposaba la cantante Zayda Peña, quien horas antes había sobrevivido a un ataque directo con balas de grueso calibre.
A los 26 años, la promesa de la música regional mexicana fue asesinada en el área de terapia intensiva, mientras su cuerpo se recuperaba de una cirugía que buscaba salvar su barbilla y dentadura y, con suerte, que volviera a los escenarios.
Artistas, policías, líderes comunitarios, mafiosos, testigos protegidos son las víctimas de esta modalidad de homicidio que no tiene cura.
El derecho internacional humanitario, también conocido como derecho de la guerra, tiene una prohibición clara: los centros de salud y trabajadores médicos son intocables.
“Los ataques contra hospitales son actos nocivos, pues al destruir un hospital y matar a los trabajadores de la salud que están allí, también se pone en riesgo la vida de quienes necesitarán su atención en el futuro”, dijo Bruno Stagno-Ugarte en 2017, entonces subdirector ejecutivo de incidencia de Human Rights Watch.
Sus palabras resumen las razones para considerar esos ataques como crímenes de guerra que deberían juzgarse en tribunales. Se trata de una regla con pocas excepciones y que ofrece amplias protecciones, por ejemplo, a medios de transporte sanitario –ambulancias–, infraestructura hospitalaria, personal médico, heridos y enfermos.
El Comité Internacional de la Cruz Roja establece que los hospitales sólo pierden su inmunidad, si cometen cuatro graves faltas: si se convierten en puestos de transmisión de información militar, si se vuelven depósitos de armas, si se transforman en centros de enlace de las tropas en combate o si dan refugio a combatientes en buen estado de salud.
Con información de: Milenio