Federico Anaya Gallardo
Surfeando por la www, me encontré con un jingle de la campaña presidencial de Plutarco Elías Calles de 1924. (Liga 1.) Está en YouTube y se lo debemos a “Polyjin” (@POLYJIN_MX), un “canal dedicado a la preservación y divulgación de Jingles, archivos históricos electorales y políticos de Latinoamérica y del mundo.” Lo grabó un conjunto de cantantes acompañados de guitarra y, de acuerdo a Polyjin, era un canto de victoria. Es muy interesante, porque el jingle no ocultaba la crisis Delahuertista –de la que te conté en este espacio la semana pasada. Recuerda que dos tercios del Ejército se levantaron contra el presidente Obregón y el candidato agrarista-obrerista Calles. Recuerda que mataron a Felipe Carrillo Puerto en Yucatán. Óye el jingle ó tonadita, querida lectora. Es Historia viva y vivaracha. Así cantaban los callistas cantores de Agua Prieta:
Con todo y todo, compadre, la última revolución,
chica pero encarnizada, ayudó a la elección.
Ella nos enseñó el cobre de los políticos de hoy.
Y despacito, compadre, sacó sus trapos al sol.
El callismo no se hacía ilusiones. La revuelta militar había sido una más de las revoluciones con minúscula. La idea de que había una Revolución con mayúsculas estaba todavía a debate. En por mientras, lo que importaba era ganar. (Agrego la portada de la revista Time. Calles fue el primer presidente mexicano en aparecer allí, el 8 de Diciembre de 1924.) De eso habla la tonadita:
Como dicen en mi tierra: ánda en jabón y resbalas.
Ya ven que sí las podemos, que no somos pretensiones.
Ya pasaron siete citas las mentadas elecciones.
Y al fín y al cabo, compadre, ¿quién será el Presidente?
¡CALLESe! … que es el Congreso quien en La Silla lo siente.
Yo les apuesto, señores, centavo contra tostón:
Que no ganan nadadores ni tampoco la Reacción.
Pero en ese callismo militante del jingle de 1924 hay algo más que propaganda. Mucho más. Porque las Revoluciones con mayúscula existen y aquélla, la mexicana, era una de ellas.
Veamos qué recordaba (medio siglo más tarde) un actor de aquéllas batallas. Jesús Silva Herzog (1893-1985, el primero, el original). Se trataba de un intelectual independiente hecho fuera de la Academia y quien vivió su vida entera con discapacidad visual: “Con el ojo izquierdo veía un poco; con el derecho, casi nada”. Pero, con lo poco que veía su ojo bueno, llenó su corazón de imágenes de la injusticia social y su mente de ideas para combatirla.
Desde los 21 años Silva Herzog se comprometió con las luchas libertarias y apostó por las masas. En sus memorias, publicadas en 1972 por Siglo XXI bajo el título Una vida en la vida de México, don Jesús nos dejó en la página 41, al principio de la sección titulada “Los dioses tenían sed”, una importante aclaración que vale la pena releer constantemente. Nos recuerda allí que en aquél tiempo… “los del movimiento de liberación de Vietnam y los de Vietnam del Norte que defienden su patria son llamados agresores por los norteamericanos; y ellos, precisamente, los agresores, se llaman a sí mismos libertadores.” Don Jesús continúa diciéndonos que “la palabra revolución ha sido la más tergiversada”. Y nos aclara que “una revolución es un movimiento popular violento cuando se han agotado los medios pacíficos para transformar las estructuras económicas, sociales y políticas”. Y al final de ese párrafo cita tres de esos movimientos, cada uno con la palabra Revolución en mayúscula: las Revoluciones francesa, rusa y mexicana. (Puedes consultar el libro en la Liga 2.)
Más adelante, Silva Herzog nos cuenta de sus aventuras políticas. Cómo aprendió a dar discursos encendidos y convencer a los campesinos que, aunque fuese vestido de catrín, estaba luchando de su lado (p.43). Cómo en 1923 su amigo, Aurelio Manrique, le invitó a participar en su campaña para gobernador de San Luis Potosí al frente de los campesinos cedillistas y los obreros organizados (pp.77-78). Cómo, en esa campaña, el Partido Nacional Cooperativista y su candidato Jorge Prieto Laurens les dispararon a los manriquistas en la Plaza Fundadores de la capital potosina (p.79). Cómo Prieto se proclamó gobernador y con sus diputados ocupó la capital del Estado –mientras Manrique se refugió “en un lugarejo llamado Yerbabuena” dentro del territorio cedillista –adonde se instaló como gobernador con su propia legislatura de trabajadores del campo y la ciudad (pp.79-80). Cómo los cooperativistas de Prieto terminaron sumándose a la Rebelión Delahuertista –pese al asesinato de Carrillo Puerto– y cómo todos los rebeldes fueron finalmente derrotados (p.80).
Para Jesús Silva Herzog el Delahuertismo “representó la derecha en aquéllas circunstancias y Obregón y Calles, la izquierda”. Pero agrega, siempre atento a la complejidad del mundo que percibía entre nieblas a través de su ojo izquierdo: “no es fácil explicar por qué revolucionarios auténticos como Alvarado [quien había apoyado el ascenso de los socialistas yucatecos de Carrillo Puerto] y Diéguez [líder en la huelga heroica de Cananea] se fueron del lado de De la Huerta”. Razonable, pero duro, ensaya su respuesta: “No encuentro más explicación posible que motivos personales de resentimiento o de odio contra su antiguo comandante en jefe [Obregón]”. (p.80.)
Con las palabras de Silva Herzog en la mente, lectora, repasemos la película dirigida por Julio Bracho en 1960 sobre La Sombra del Caudillo. (Liga 3, mins. 51:00 a 56:00.) Revisa también la novela de Martín Luis Guzmán, al final del capítulo III (“Manifestación”) y en el capítulo IV (“Brindis”) del Libro Tercero (“Catarino Ibáñez”) –adonde el autor relata el Pleito del Guacamole. (El libro completo, en pdf, en la Liga 4.) En la adaptación de Bracho aparecen ambos momentos con encuadres contrastantes. (De la manifestación agrego una imagen.) El Partido Radical Progresista ocupa todo el centro de Toluca para apoyar a su candidato. La banda toca la Marcha de Zacatecas. Terminado el mitin, se ofrecen dos comidas, una popular para los campesinos; otra elegante para los políticos. Guzmán termina el capítulo sobre la manifestación así:
“Quince minutos después, en el jardín de la gran casa incautada, los manifestantes desfilaban frente a las mesas de los manjares prometidos. A cada hombre le daban algo del montón de comida que había sobre las tres mesas: en la primera, un taco de barbacoa; en la segunda, un taco de guacamole, y en la última, un taco de frijoles. Luego se señalaba a los manifestantes el sitio donde podían recibir, si las pedían, más tortillas; y más allá, en torno de unos barriles, les daban de beber. Todo ello, ni muy suculento ni muy abundante; pero junto a la miseria diaria, un banquete.
“De los indios de las haciendas, muchos habían caminado quince o veinte kilómetros, y llevaban doce horas sin probar bocado. Pese a eso, no denotaban impaciencia ni precipitación: aguardaban su turno con mansa dignidad. Luego, con la comida en las manos, iban a sentarse a la sombra de los árboles para entregarse a morder, poco a poco, sus rollos de tortillas. Comían con tristeza fiel –con la tristeza fiel con que comen los perros de la calle–; pero lo hacían, al propio tiempo, con dignidad suprema, casi estática. Al mover las quijadas, las líneas del rostro se les conservaban inalterables.”
Guzmán inicia el capítulo sobre el brindis describiendo cómo mientras se reparten los tres tacos a los campesinos indios, el gobernador mexiquense (Ibáñez) lleva a los políticos capitalinos a un salón donde ha preparado un elegante banquete. La tensión va creciendo mientras los meseros sirven los primeros cursos y Guzmán nos cuenta:
“Poco antes de que se sirviera el plato nacional [mole, pues aunque el menú era elegante también era nacionalista], se le ocurrió a alguien un elogio que nadie hubiera podido prever que resultara funesto: / —¡Vaya un guacamole bueno!— dijo una voz. / A lo cual contestó Ibáñez, sin saber exactamente quién había hablado: —¿Le gusta, amigo?— Pues ya lo ve usted: este guacamole es el mismo que están comiendo allá, con sus tacos de barbacoa, los compañeros que dejamos hace rato en el jardín. … —¿Quién se atreverá ahora a decir que nosotros no sentimos a fondo la Revolución? ¿Estaríamos comiendo aquí, tan contentos, sin haber asistido enantes al convite del pueblo? / La pregunta era de carácter retórico; así lo entendieron todos. Pero Olivier [el líder nacional del partido], buscando contestarla a su manera, soltó a quemarropa palabras que, si podían interpretarse como consejo, sonaron más bien a reto o insulto. / —Catarino —dijo—, no seas farsante.”
El brindis terminó en trifulca y balazos. En la película de Bracho, Ibáñez (interpretado por José Elías Moreno) sale del salón persiguiendo a Olivier (interpretado por Carlos López Moctezuma), disparando al aire. Ibáñez le advierte al que huye: “—¡Ya volverán, catrines hijos de la tiznada!” Guzmán y Bracho retratan magistralmente la inconsecuencia de la nueva élite revolucionaria, que manipula al campesinado para que este sostenga al nuevo régimen; pero que sigue despreciándolo tanto ó más que la élite porfiriana.
Regresemos a la Historia. Recuerda, lectora, que la realidad es siempre más interesante que el realismo mágico. El Partido Radical Progresista de novela y película es en la realidad el Partido Nacional Cooperativista. Su líder Emilio Olivier Fernández en novela y película, es en realidad Jorge Prieto Laurens. El gobernador mexiquense de la novela y la película, Catarino Ibáñez, representa a los generales-campesinos rudos que estaban en camino de corromperse, pero que en 1924 apoyaron al obregonismo-callismo junto con sus bases populares.
Y recordemos a Jesús Silva Herzog: pese a todas sus contradicciones, Obregón y Calles eran –en ese momento y en esas circunstancias– la Izquierda. Y los héroes de la novela de Guzmán y de la película de Bracho, son la Derecha –aunque nos parezca extraño y doloroso. ¡Tengamos cuidado, leamos y veamos con atención!
Ligas usadas en este texto:
Liga 1:
https://www.youtube.com/watch?v=O_1L0qKtDWE&t=538s
Liga 2:
https://books.google.com.mx/books?id=ZmejkbbmKGMC&printsec=copyright#v=onepage&q&f=false
Liga 3:
https://www.youtube.com/watch?v=O_1L0qKtDWE&t=538s
Liga 4: