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Opinión

Ver para pensar: El Principado en celuloide (Yo, Claudio de 1937)

Federico Anaya Gallardo

Hace algunas kino-reseñas te avisé, querida lectora, que te contaría de la aventura que significó llevar a la pantalla dos novelas históricas de Robert Graves (1895-1985). Te anexo su foto en blanco y negro de 1929. Las novelas son Yo, Claudio (1934) y Claudio el Dios y su mujer Mesalina (1935). El busto de mármol es un retrato de Tiberio Claudio Druso Nerón (10 aC – 54 dC). Cuando se publicaron ambas, Graves ya era reconocido como escritor y por el escándalo de su vida.

Durante la Gran Guerra un joven capitán Graves había escrito desde las trincheras poemas realistas. Allí conoció a Siegfried Sassoon, uno de los poetas más destacados de esa generación. Luego del Armisticio, Graves entró a estudiar en Oxford –adonde conoció T.E. Lawrence –el famoso Lawrence de Arabia. El primer éxito de Graves fue la biografía de su amigo, en 1927. Dos años más tarde, escribió Good-Bye to All That (Adiós a todo eso) una autobiografía en la que se despide amargado de Inglaterra. Su narración es un ejemplo de cómo la hecatombe rompió todos los moldes de la sociedad europea tradicional. Ese libro causó tal jaleo que hasta el padre de Graves –famoso poeta irlandés del renacimiento gaélico– escribió una réplica titulada Regreso a todo eso (1930).

A mediados de los treinta la pluma de Graves era conocida y sus libros vendían. Aparte, los textos sobre Claudio recibieron en 1935 el prestigioso premio James Tait Black Memorial Prize de la Universidad de Edimburgo. Este premio se otorga por el/la profesora titular de Literatura Inglesa, con la asistencia de las y los estudiantes de posgrado. No hay una institución patrocinadora, ni interviene la comunidad literaria más amplia. Este arreglo le ha dado mucho prestigio al premio.

Así las cosas, Alexander Korda –un director húngaro radicado en Inglaterra– se propuso adaptar las dos novelas al cine en 1936-1937. Para entender la importancia de esta decisión, hay que recordar quién era Korda.

Korda había nacido en 1893 en Austria-Hungría en una familia judía (su nombre era Sándor Laszlo Kellner) y era reportero cinematográfico. Luego de la derrota de la revolución bolchevique en Hungría (1919) fue arrestado durante el Terror Blanco. (Korda había dirigido una película titulada ¡Ave César! en la que un príncipe Habsburgo abusa de una jovencita gitana y los reaccionarios –correctamente– lo vieron como una crítica a la aristocracia tradicional.) Korda debió exilarse y durante la década siguiente hizo cine en Viena, Berlín y París. Llegó a ser el representante del estudio hollywoodense Paramount en Francia e Inglaterra. Es decir, aprendió cómo funcionaba el sistema de estudio yanqui.

En 1929, Korda fundó un estudio: London Films. Y con esta compañía, el director logró un milagro frente a la hegemonía comercial de Hollywood. London Films realizó filmes de época –un nicho en el que las compañías de teatro inglesas podían aportar mucho (guiones, actores, escenarios, vestuario, locaciones). En 1933 Korda produjo y dirigió La vida privada de Enrique VII. En 1934 produjo y dirigió La vida privada de don Juan estelarizada por Douglas Fairbanks al mismo tiempo que London Films producía Catalina la Grande y La pimpinela escarlata.En 1936 salió a los cines Rembrandt –que aunque tuvo poco éxito comercial es considerada hoy día una de las mejores películas en su género. La conexión de Korda con el sistema Hollywood no sólo le permitió contratar estrellas como Fairbanks, sino que su Enrique VIII fuera considerada en los Óscares (que habían empezado a otorgarse en 1929).

Korda pensó que una super-producción de las novelas de Graves sobre el emperador Claudio sería un éxito. Tenía bajo contrato a un actor excepcional, Charles Laughton (quien había interpretado a Enrique VIII Tudor en 1933). Compró los derechos a Graves y contrató a Josef von Sternberg como director. Las escenas que sobreviven del proyecto demuestran que Laughton fue un magnífico Claudio.

La película nunca se terminó. Los restos de la producción muestran que habría sido una obra maestra. En 1965 la BBC filmó un documental sobre ese proyecto truncado. (Liga 1.) El narrador es Dirk Bogarde (1921-1999) a quien tú y yo conocemos como el músico Aschenbach en la Muerte en Venecia de Visconti (1971). Bogarde nos dice que siendo él adolescente, se enteró del proyecto y soñó con ver la película de Korda. Esto te da una idea, lectora, de lo populares que se habían vuelto las novelas de Graves en la Inglaterra de antes de la guerra contra el fascismo.

El documental de la BBC nos permite ver las escenas sobrevivientes de ese Yo, Claudio. A mí me impresionaron dos. En la primera vemos a Livia Drusila (quien, según Graves, había envenenado al menos a dos herederos de Augusto) confrontar a Claudio el cojo tartamudo con el perverso joven Calígula. Livia advierte a quien desée escucharle que Claudio “pretende ser un imbécil, pero no lo es. A veces creo que lo que busca es hacernos tontos a todos los demás. Más allá de ser un bobo, es la última persona decente en Roma. Uno puede confiar en él. Si promete algo, lo cumple. Y cuando jura que algo es la verdad, es la verdad. ¿Estoy en lo correcto, Claudio?” El cojo tartamudea, pretendiendo que no ha entendido nada.

Las crónicas registraron que Claudio era historiador. Graves se aprovecha de eso y escribe sus novelas como si fuesen la crónica de Claudio sobre sus tiempos. Algunos, en la élite romana, sospechaban que el tartamudo realmente entendía todo lo que ocurría y que podría ser un líder adecuado. Pero seguía siendo una persona con discapacidad –como decimos ahora. Sólo el azar, durante el asesinato de Calígula, le dio oportunidad de llegar al mando. La guardia pretoriana lo escogió emperador creyendo que podría manipularlo. Pero en el Senado muchos senadores corruptos se negaron a aceptarlo. (Los pocos que le conocían le apoyaron, aprovechando el regalo de Fortuna.)

Aquí ocurre la segunda escena que me impactó. Claudio/Laughton está sentado en la silla curul del imperator en la cámara del Senado. Lo han llevado allí los soldados. Los senadores debaten entre ellos sin tomarlo en cuenta. De pronto, tropezando, se levanta. Venciendo como puede (mal) su tartamudeo, explica: “—Padres conscriptos, respeto los derechos constitucionales de esta noble cámara y sólo aceptaré la aclamación del Ejército si Ustedes me eligen e-e-e-empe-pe-pe-perador”.

Muchos ríen, pero Claudio los acalla al enumerar las corruptelas de cada uno de sus oponentes. (El tonto era un cronista y sabía los delitos de todos.) Entre las condiciones que impone Claudio al Senado es que él les dirá cómo organizar sus leyes. Deberán prohibir la corrupción y castigar las ambiciones privadas. Callados los senadores, Claudio se vuelve al Ejército y les impone también sus condiciones: los responsables de matar a Calígula deben confesar su crimen. Lo hacen, orgullosos de haber matado un tirano. Claudio les promete proteger a sus familias por esa sinceridad, pero los condena a muerte porque “el Estado que busco establecer no puede perdonar el asesinato de nadie”. Aparte, les dice a los militares que si bien mataron a un tirano, también rompieron su juramento solemne de proteger al primer hombre de Roma y, aparte, no se detuvieron luego de matar a Calígula sino que sacrificaron a su mujer y a cientos de personas en el palacio.

La escenificación es sencilla pero imponente. El hombre despreciado por su discapacidad demuestra ser el mejor de todos é impone a todos una idea razonable de Ley y Orden. Recuerda, lectora, que estas escenas se filmaron en 1937. Mussolini había invadido Etiopía y Hitler amenazaba Austria. Ambos habían instaurado dictaduras que violaban todos los derechos de la humanidad. En cambio, en los EUA una persona con discapacidad había rescatado a su Pueblo de la Gran Depresión y había mantenido el Estado de Derecho (pese a la oposición y la Suprema Corte).

En 1919 Korda había hecho cine político durante la República Soviética de Hungría, criticando los abusos de la nobleza. En 1937 seguía haciendo cine político aprovechando las novelas de Graves. Cada quien lucha en la trinchera que le toca, aunque parezca humilde y sin impacto. En 1939, en esa Inglaterra de películas históricas, un profesor de Oxford publicó un libro llamado La Revolución Romana. En ella, el neozelandés Ronald Syme describe con detalle cómo el partido popular terminó con la vieja república oligárquica y construyó un régimen mucho más inclusivo y estable (sin destruir los principios republicanos).

El filme de Korda, las novelas de Graves y el libro de Syme demuestran cómo aún el conocimiento más “esotérico” ayuda a comprender la política moderna. Sólo es cosa de ver y leer con atención.

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