Te pido paciencia, lectora, para una última reflexión acerca del Montecristo de Josée Dayán (1998). En su día, esta versión fue recibida de modo menos maníaco que el escándalo protagonizado alrededor de The Rings of Power (Payne & McKay, 2022) por el fandom (“fanatics dominion” ó reino de los fans) de la obra de Tolkien. Acaso en esto sí envejecen las obras maestras. El tiempo amplía tanto sus seguidores, que llegada cierta dimensión, la tolerancia a las adaptaciones se vuelve más común. Para las novelas de Alexandre Dumás tenemos tantas versiones que la quisquillosidad del fandmom se ha vuelto ociosa.
Pese a ello, el Montecristo de Dayán ha sido feamente criticado. Jenofonte (bloggero chileno) declaró en 2009 que es una “lástima de la gente que sin tener para qué pretende enmendarle la plana a Dumas, si para hacer una buena película bastaría con seguir el libro, nada más” (Liga 1). En 2022, en la página en Portugués de la International Movie Data Base (IMDB), Filipe Manuel Dias Neto se quejaba de “la poca atención que la serie presta a los eventos que preceden a la salida de Dantés de su prisión. Para entender bien la historia se vuelve casi obligatorio leer el libro original, o una versión abreviada de la obra” (Liga 2).
Creo que ambas opiniones yerran por no ver la estrecha conexión que hemos creado entre la narrativa literaria (en formato tradicional, libro) y la narrativa cinemática (cine, TV, vídeo, juegos). No es cosa nueva. Desde siempre las personas que leían, ó escuchaban leer, narraciones, iban “retratando en su mente” escenas y personajes. Y en todas las civilizaciones las diversas formas de teatro presentan a su audiencia dichos retratos. Traigo a cuento esto porque una de las formas más antiguas (y modernas) de teatro es aquélla en la que la audiencia toda actúa, viviendo y reviviendo el hecho narrado.
En estas últimas semanas, hemos visto multitud de pageantries a santo de la muerte de la reina inglesa y la elevación de su heredero al trono. Pageantry se traduce como pompas –como en pompas fúnebres ó la música de Edward Elgar Pomp and Circumstance– pero dos traducciones, más sencillas, serían espectáculo ó ceremonia. Los actos de masas son siempre narraciones. Narraciones políticas.
Edmundo Dantés fue enviado a prisión porque el fiscal Gérard de Villefort sospechaba que era bonapartista –justo en el momento en que serle fiel al corso era evocar la rebelión y el desorden revolucionarios. Dumás no es el único autor francés que hace esa relación. Stendhal (1783-1842) nos dice que el carácter central de Rojo y Negro (Sorel) era un admirador de Napoleón. El bonapartismo sólo adquirió mala fama en las Izquierdas luego del golpe de Estado de Luis Napoleón en 1851… cuando Marx escribió El 18 Brumario de Luis Bonaparte… aquél librito que inicia diciendo “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa.” (Liga 3.) Otra vez, el teatro, la imaginería, los retratos.
La semana pasada te decía, lectora, que Dumás creó a su Montecristo como un héroe luciferino que, harto de la injusticia en la tierra, decide substituir a Dios y ejercer la venganza que al parecer nunca alcanza a los malos. Engaña y atormenta, pero no considera que sus actos sean “inmorales” porque los ejecuta en contra de personas que son evidentemente injustas. En cambio, los actos de sus enemigos son evidentemente injustos. lI ne s’agit pas de Moral. Il s’agit de Justice… le dice al operador del telégrafo al momento de entregarle el soborno para que inserte una noticia falsa en el sistema.
La Justicia es la virtud suprema de lo político (no el Derecho). De allí que Alexande Dumás, el hijo del general mulato revolucionario, dedique mil detalles al bonapartismo. (Muchos de ellos siempre ignorados en las adaptaciones cinematográficas, como bien se queja Dias Neto en IMDB.)
Por ejemplo, Dumás relata que en la Isla de Elba el Emperador preguntó a Edmundo Dantés sobre el Faraón y que, al saber Bonaparte que era de la Casa Morrel, comentó que esa familia “—han sido siempre navieros, y uno de ellos servía en el mismo regimiento que yo, cuando estábamos de guarnición en Valence”. La escena la cierra Dumás con Leoncio Morrel diciendo: “—¡Es verdad!” —exclamó el naviero, loco de contento—. “Ese era Policarpo Morrel, mi tío, que es ahora capitán. Dantés, si decís a mi tío que el emperador se ha acordado de él, le veréis llorar como un niño. ¡Pobre viejo!” (Capítulo I: Marsella, La llegada.)
En los primeros siete capítulos de la novela, Dumás retornará varias veces al bonapartismo popular. Por ejemplo, dice que Napoleón era “aquel a quien cinco años de destierro [en Santa Elena] debían convertir en un mártir, y quince de restauración en un dios [cuyo templo está en Les invalides]” (Capítulo VI: El sustituto del procurador del rey). Villefort explicará a la marquesa de Saint-Méran, madre de su novia, que Bonaparte “es el Mahoma de Occidente; es para todos esos hombres vulgares, aunque ambiciosos como nunca los hubo, no sólo un legislador, sino un tipo, el tipo de la igualdad.” Dumás nos explica que el joven procurador es hijo de un girondino (izquierdista moderado) que deseaba pactar su inclusión en el régimen de la Restauración.
En ese mismo capítulo VI, el abogado demuestra a sus suegros reaccionarios que él sí entiende a el fenómeno revolucionario. Les explica que para él, “Robespierre [está] en la plaza de Luis XV sobre el cadalso; [y] Napoleón, en la plaza de Vendôme sobre su columna” pues el primero “ha creado la igualdad que abate; [y] el otro, la igualdad que eleva; el uno ha puesto a los reyes al nivel de la guillotina; el otro ha elevado al pueblo al nivel del trono”. Para el fiscal realista, “los dos [son] unos infames revolucionarios … pero esto explica también cómo, aunque caído para no levantarse jamás, Napoleón ha conservado sus adeptos. ¿Qué queréis, marquesa? Cromwell, que no fue ni la mitad de lo que Napoleón, tuvo también los suyos.”
Y el papel del fiscal es perseguir rabiosamente a los enemigos “del orden y de la monarquía” –y si se puede sacar provecho personal en la tarea, mejor. Así, el fiscal Villefort simboliza la injusticia suprema –la que se disfraza de “La Ley”.
Dice nuestro Jenofonte chileno en su blog que “para hacer una buena película bastaría con seguir el libro, nada más”. Falso. Los ejemplos que te comento muestran que sería imposible seguir en detalle la narración de Dumás. Las adaptaciones cinematográficas sirven para acercarnos al texto (que hoy día podemos encontrar, completo, en la www). Ese ha sido el objeto de estas cuatro entregas.
A mí me habría gustado ver escenificados los elementos políticos que te cuento, lectora. Pero el drama del pobre humillado y luego elevado en el trono divino para juzgar a los injustos es un relato mucho más importante, mucho más relevante para nuestra época. El Montecristo de Depardieu cabalmente nos muestra esa odisea personal.
En lo político, la adaptación de Josée Dayan resume la intención de Dumás en su segunda entrega (Liga 4) mediante una escena que no existe en la novela. Allí veremos a un Villefort ya viejo, procurador general de Justicia, de pie a la derecha del rey Luis Felipe de Orleans en el palco real durante una función de la ópera Los Hugonotes. (¡Escoger esta obra es ya un mensaje político!)
El rey se queja con Villefort de que su gobierno es patético comparado con los monarcas anteriores (el Gran Luis, Bonaparte y los borbones restaurados), y agrega: “—Hoy en cambio, Francia sólo tiene una obsesión: enriquecerse. Yo no gobierno franceses. ¡Crío becerros gordos! ¡Siempre esos mismos cogotes macizos. Esos mismos hombros tan rollizos…” Mientras esto dice, el monarca recorre los palcos con su catalejo de teatro. Y así encuentra en el palco del Conde de Morcef un rostro nuevo (el de Montecristo). El monarca le pregunta a Villefort quién es. El procurador le explica que está investigando “de dónde proviene su fortuna que parece ser inconmensurable.” El rey, molesto, le dice a Villefort que “no veo que la posesión de una gran fortuna sea incompatible con la virtud. ¿¡Qué es eso de arrojar sospechas sobre una persona tan pronto deja traslucir un poco de riqueza?! Entonces… ¿yo también soy sospechoso?” Villefort corrige a su monarca: “—Sí sire, pero vos sois el Rey”. Luis Felipe le ataja: “—Eso le decían a Luis XVI [el rey guillotinado]. Dejad pues en paz a ese Conde de Montecristo. Además, Morcef le ha invitado a su palco. ¿Acaso no os basta eso como garantía moral? ¡A mí sí!”
Hace muchos años ya, un buen obispo católico, don Raúl Vera, me dijo: “—Dios hace tropezar a los soberbios”. El monarca de Dayán deja entrar al círculo del poder a aquél que aparenta ser igual que los acomodados. En realidad, se trata de un infiltrado que busca abatir a los injustos, sustituyendo las justicias del trono y del altar. Perfecta traducción cinemática de Dumás, para quien el revolucionario trae la igualdad que abate (Robespierre) y la igualdad que eleva (Bonaparte).