Federico Anaya Gallardo
La culpa la tiene Voltaire. Este es el título de una bella película de Abdellatif Kechiche (2000) quien nos cuenta las peripecias de un inmigrante tunecino en París. Pero hoy no te voy a contar de esta película, lectora, sino que otra cosa que también es culpa de Voltaire, aunque casi nadie lo recuerda ahora: el culto al héroe político. Don Francisco María Arouet (que así se llamaba Voltaire) escribió entre 1759-1763 una Historia del Imperio Ruso bajo Pedro El Grande. (Puedes descargar una edición moderna del texto en la Liga 1.) La corte de la gran sucesora de Piotr Alexevich, Catalina II (la Ekaterina de la que te platiqué hace unas semanas), mandó al ilustrado francés materiales, memorias y registros diversos. Se trata, en este sentido, de una biografía pagada desde el poder. Pero el intelectual aceptó la tarea como parte de un proyecto propio: mostrar a los europeos cómo es que debía gobernarse una sociedad civilizada. El elogio a Piotr era, por supuesto, una alabanza a Ekaterina –quien organizó su reinado emulando a su gran predecesor y presumía públicamente su correspondencia con los iluminados franceses.
Voltaire inicia su biografía situando a su personaje en el escenario. Describe las regiones bajo el dominio de Pedro hablando desde un “nosotros” (la Europa Noratlántica): “Conocíamos tan poco los límites de este país en el siglo pasado [el XVII], que cuando en 1689 supimos que los chinos y los rusos estaban en guerra, y que el emperador Canihi [¿Kangxi? Cuarto emperador Qin-Manchú], de un lado, y del otro los zares Iván y Pedro enviaban, para terminar diferencias, una embajada a trescientas leguas de Pequín, en el límite de los dos imperios, calificamos primeramente este acontecimiento de fábula.” Frente a las grandes civilizaciones asiáticas, el europeo aún muestra reverencia, pues sus “monumentos suponen todavía otros muy anteriores, puesto que es preciso un gran número de siglos antes de que se pueda siquiera establecer el arte…” Pero la Rusia de Pedro era otra cosa. El francés nota la ausencia de grandes coordilleras “desde la Normandía a la China, en un espacio tortuoso de tres mil leguas” adonde habían vagado por siglos nómadas a caballo “como … Gengis y Tamerlán y como probablemente se había hecho mucho tiempo antes”.
Dicho eso, el ilustrado concluye tajante: “Que otros examinen si los hunos, los eslavos y los tártaros han conducido en otros tiempos familias errantes y hambrientas hacia las fuentes del Borístenes [el río Dnieper]; mi deseo es hacer ver lo que el zar Pedro ha creado, más que desembrollar el antiguo caos”. A partir de allí, Voltaire esculpe –so-pretexto de Piotr Alexevich Romanov– un retrato del perfecto fundador de un nuevo Estado. El ó la fundadora debe saber hacer lo que ordenará realizar. Pedro se disfraza de sirviente para oír los rumores de pasillo durante su primera gran embajada a Occidente y vive como carpintero en los astilleros holandeses adonde aprenderá a construir barcos mercantes y de guerra. Sabe forjar hierro y templar el acero. Y luego ordena fabricar buques, cañones, sables y fusiles. En la guerra él mismo está en el frente, sufriendo ó gozando al lado de sus soldados. Si los rusos pierden batallas, su Zar está allí para reorganizarlos. Y les aclara: ¡hay que aprender y regresar al combate!
Aparte, y esto le fascina a Voltaire: Pedro premia el mérito y no el linaje. En su juventud elevó a un muchacho que vendía panquecitos en las calles de Moscú. Su segundo matrimonio es con una sirviente capturada en la costa del Báltico –cuyos orígenes oscuros fueron más que compensados con prudencia, valor y lealtad. Esta mujer le sucedería en el trono como Catalina I y se aseguraría que las nuevas instituciones sobreviviesen.
Este es el Pedro de Voltaire. ¿Quién no se enamoraría de alguien así? Su hija Elizabeta sostuvo y acrecentó el legado. Y la muchachita alemana que llegó a casarse con su nieto (nuestra Ekaterina) se rusificó admirando la sombra de Piotr Beliki (el Grande).
Dije que la culpa la tiene Voltaire. El intelectual que escribía bajo patrocinio de las monarquías absolutas convenció a sus lectores (una ciudadanía que apenas estaba aprendiendo que ella era el Pueblo soberano) que los tronos estaban ocupados por incompetentes o irresponsables, por gente cruel que desconocía sus tierras y sus gentes. Ahora imagínate, lectora, este librito de Monsieur Arouet en manos de un joven cadete corzo en una escuela militar francesa.
La fascinación que este retrato pudo haber causado en Bonaparte es un fenómeno permanente en nuestra civilización. En 1980 se estrenó en la aún existente Unión Soviética un filme llamado Юность Петра (Yunost Petra), la Juventud de Pedro. Dirigida por Sergei Gerasimov, el guión está inspirado en una biografía escrita por Alexei Tolstoi –descendiente del gran León, y llamado el conde rojo por sus camaradas del partido comunista. (Liga 2, en Ruso y con mala traducción automática a Castellano.)
Yunost Petra inicia con una escena campesina. Una casa de madera y barro resiste la nevada. Niñas y niños están acostados y arropados sobre el gran horno que domina el cuarto único –en el que comparten el poco calor humanos y bestias. Acaso es el hogar de aquél muchacho que vendía panquecitos en Moscú. Seguiremos a su padre que lleva productos de la granja a la capital de Moscovia y allí tropezaremos con Piotr niño, resistiendo y sobreviviendo la violencia de los boyardos conservadores. Justo homenaje soviético al fundador de la Rusia moderna, que sigue fiel al retrato del siglo XVIII. ¿Ahora ves por qué en esto, también, la culpa la tiene Voltaire?
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