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Teotihuacan, ciudad de los dioses

Sin duda, Teotihuacan es uno de los sitios con los que mejor se identifica al periodo prehispánico del área central de México. Incluso antes de las investigaciones arqueológicas, esta «ciudad sagrada» nunca fue una ruina desconocida: desde su abandono en el siglo vii fue un importante centro de veneración, y desde el siglo xix los viajeros se han maravillado ante su monumentalidad, sus pirámides y pinturas murales policromadas y su planificación urbanística.

La historia de Teotihuacan duró cerca 
de 700 años, desde el primer siglo de nuestra era, cuando se convirtió en el centro urbano dominante del altiplano central 
de México, con cerca de 150 mil habitantes, pasando por la construcción de tres de las estructuras monumentales más emblemáticas del México prehispánico —la Pirámide de la Luna, la del Sol y la Ciudadela—, hasta que fue abandonada, hacia el año 650 d.C., cuando, luego de un acto violento, se quemaron y destruyeron edificios públicos.

El basamento escalonado más alto de Teotihuacan es la llamada Pirámide del Sol. Esta estructura monumental se construyó en el siglo II. Alrededor del año 175, y mide aproximadamente 65 metros de altura sobre una planta casi cuadrada de 222 x 225 metros.

Urbanismo y arquitectura

Teotihuacan era un centro urbano ubicado en la parte noreste del Valle de México. La ciudad tenía una orientación norte-sur, con edificios organizados en barrios que le daban a la ciudad un aspecto de retícula —un patrón desconocido hasta entonces en Mesoamérica—, cuyo eje central estaba indicado por la llamada Calzada de los Muertos —que hoy en día mide cerca de dos kilómetros—, y corría de sur a norte hasta la plaza dominada por la Pirámide de la Luna.

La Pirámide del Sol consta de cinco grandes cuerpos superpuestos, instalados sobre una de las cuevas naturales del sitio; se consideraba que estos lugares eran sagrados, que eran recintos de los antepasados y pasajes al inframundo.

Con la edificación de la Ciudadela y el Templo de Quetzalcóatl —alrededor del 150 d.C.—, se agregó una avenida en sentido este-oeste que cruzaba la gran calzada, y así el espacio urbanístico quedó dividido en cuatro cuadrángulos, lo que coincidía con una división ideal de la superficie de la Tierra en cuatro cuadrantes, una especie de cosmograma. Las dos pirámides, la Ciudadela y la Calzada de los Muertos se consideran manifestaciones del poder de la élite gobernante: se presume que la teotihuacana era una sociedad estratificada, predominantemente religiosa y militar, con rituales y creencias asociadas para reforzar la ideología del Estado.

El Templo de la Serpiente Emplumada se encuentra en la Ciudadela y es la estructura más ostentosa de la ciudad. Su construcción terminó cerca del año 225, y cuenta con relieves de colores que muestran a dicha serpiente con el tocado del dios Tláloc.

El esplendor de la pintura

Las evidencias arqueológicas señalan que a partir del año 250 no se construyó ningún edificio colosal y la energía se concentró en la pintura mural, que se convirtió en una de las formas artísticas preferidas durante más de 500 años. Las pinturas cubrían tanto los muros de los edificios ceremoniales como los de los complejos habitacionales multifamiliares; la arquitectura y la pintura fueron tan inseparables que aun antes de construir un edificio, se planeaban las pinturas que se iban a plasmar en sus paredes, de modo que el orden de lectura dependía de su disposición en el espacio arquitectónico.

Teotihuacán —«lugar de los dioses» o «donde nacieron los dioses»— es una palabra náhuatl. No se sabe cómo los teotihuacanos llamaban a su ciudad en su propia lengua.

En los murales se pintaron figuras antropomorfas, zoomorfas y fitomorfas —hombres o deidades, animales y plantas, respectivamente—, además de una variedad de signos que no se identifican fácilmente con objetos naturales, y figuras híbridas como serpientes, jaguares e incluso caracoles emplumados. También hay pinturas que muestran escenas complejas en las cuales se exhiben múltiples personajes con diferentes actividades, interactuando en movimientos desenfrenados, como es el caso del llamado mural de Tlálocan.
En el barrio de Tepantitla se encuentra el mural de Tlálocan, el ‘recinto de Tláloc’ —llamado así por el dios mexica del mismo nombre—, una especie de paraíso terrenal situado en el primero de trece cielos.

Los artistas teotihuacanos crearon manifestaciones plásticas a partir de su modo de concebir el mundo, que coincidían con sus creencias mágicas y religiosas; es decir, sus creaciones no partieron de la observación y reproducción exacta de la naturaleza, sino de la creación de una nueva realidad que recobró sentido en esa cultura concreta, en la que se construyó un mundo con imágenes y conceptos idealizados, familiares para sus receptores de antaño. Tal es el caso, por ejemplo, de los árboles, que no eran importantes como fenómenos botánicos, sino como signos metafísicos, cuya finalidad era recrear un paisaje mítico.

Lo mismo pasa con las representaciones que combinan rasgos de varios animales: un objeto natural es convertido en signo e insertado en un mundo mágico-mítico. Es decir, lo que importa es la significación que tiene un objeto, y no el objeto mismo. Los arquitectos teotihuacanos utilizaron con frecuencia una ingeniosa solución constructiva que marcó el estilo arquitecnónico típido del periodo Clásico mesoamericano, y trascendió a ciudades tan lejanas como Tikal en el área maya: el talud y el tablero.

Escultura y cerámica

Con el crecimiento del poder en la ciudad, emergió un arte nuevo: el que integra a las figuras y las máscaras de las piedras semipreciosas; sin embargo, las esculturas de barro parecen haber sido las favoritas de los teotihuacanos: por ejemplo, los incensarios, las figuras-anfitriones —piezas huecas así nombradas porque albergan en su interior otras figuras más pequeñas—, las llamadas «muñecas» y las figuras articuladas con las extremidades movibles, las cuales generalmente se han encontrado en las zonas residenciales.

También produjeron una cantidad significativa de vasijas de cerámica denominadas Naranja Delgado —elaboradas con un barro poco común, que es una mezcla de varios minerales que sólo pueden encontrarse en el sur de Puebla—, cuya extraordinaria calidad las convertía en un producto de exportación.

El tablero o panel es una superficie vertical plana —con un marco que lo circunda por sus cuatro lados—.
El talud es una superficie inclinada que se encuentra debajo del tablero, y que usualmente se proyectaba hacia el suelo, se cubría con estuco y se pintaba de color rojo.

Todas estas expresiones presentaban un alto grado de estandarización; por ejemplo, entre las figuras antropomorfas no hay ninguna evidencia de rasgos personales, lo que indica que no se representaba a los dignatarios u otros personajes concretos, sino que se trataba, más bien, de representaciones canónicas.

Son sólo tres las figuras colosales teotihuacanas hechas de piedra volcánica que se conocen hasta la fecha; una de ellas se encuentra afuera del Museo Nacional de Antropología en la Ciudad de México. Los mexicanas, que vivieron siglos después, consideraron a Teotihuacan como escenario de la creación del Quinto Sol.

Al parecer, los teotihuacanos gustaban de los objetos ligeros, pequeños y frágiles, pero también esculpían piezas de gran peso y tamaño; la mayoría de sus edificios monumentales tendían a la horizontalidad, mientras que dos pirámides formidables —del Sol y de la Luna— alzan su gran volumen hacia los dioses. Aunque se han realizado numerosas excavaciones en Teotihuacan, las cuales han revelado diferentes estructuras y objetos, la historia, costumbres, ideas y creencias de la Ciudad de los Dioses todavía están por ser vislumbradas.

Con información de Algarabía

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