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Francisco Villa mandó matar a su compadre, el general Tomás Urbina

Lo que restaba de la otrora imponente División del Norte huía como podía de las victoriosas fuerzas carrancistas. En los poblados de Durango y Chihuahua, la gente y la misma tropa se preguntaban cómo habían perdido contra “el perfumado”, como solía llamar Francisco Villa a Álvaro Obregón. Dentro del grupo de generales supervivientes la intriga y la sospecha corrían de boca en boca. Era 1915.

Al Centauro del Norte llegaron rumores de que su compadre, el general Tomás Urbina, se estaba rajando. El hombre que durante buena parte de su vida de bandolero lo había acompañado en las buenas y en las malas, al parecer ya no quería seguir y eso le dolió profundamente. Encargado de la fracasada ofensiva sobre Tampico, se contaba que Urbina había recibido dinero de las compañías petroleras para no invadir sus pozos y así evitar la caída de tan fructífero negocio.

El 3 de septiembre de 1915, Villa exigió respuestas a su compadre sobre el comportamiento de su brigada mediante una conferencia telegráfica entre Torreón (Coah.) y la congregación de Nieves (hoy Villa Las Nieves, en Ocampo, Dgo.), donde se ubicaba el cuartel general de Urbina. Insatisfecho por lo logrado vía cable, el Centauro decidió trasladarse hasta la sede de su subalterno en un acto digno del cine, en el que envió telegramas falsos, cambió varias veces de transporte y marchó de incógnito hasta llegar con Urbina el 4 de septiembre.

Nadie sabe quién comenzó la gresca entre ambas fuerzas, pero lo cierto es que se armó la balacera. Al grito de “¡Viva Villa!”, Urbina fue herido y pronto prisionero. El comandante de la División del Norte recordaría el diálogo:

—¿Por qué ya no quiso seguir conmigo, compadrito?

—Porque estoy muy cansado —habría respondido Urbina.

Hay distintas versiones de lo sucedido, pero todas coinciden en que hubo una larga plática que terminó con los dos personajes abrazados. Parecía que la amistad podía más que los rumores. Al poco rato, Villa permitía la partida de Urbina para que su herida fuera tratada.

Sin embargo, nuevamente las malas lenguas brotaron y los hombres de Villa, sobre todo el general Rodolfo Fierro, exclamaron que dejaba ir a un traidor. Pancho cedió. Como Poncio Pilato, él se lavaba las manos y dejaba el futuro de Urbina a sus hombres. Muy a su estilo, Fierro ensilló junto a su gente y, en una rápida cabalgata, alcanzó a su antiguo superior. “Urbina me pidió de favor, en vista de que iba muy grave, que mejor lo pusiera de una vez en descanso. Pues lo hice con todo el dolor de mi corazón”, contó Fierro.

 

 

 

Con información de Relatos e Historias de México.

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