Jorge Ramírez Pardo
A Elena Pardo, experimentadora fílmica
A destiempo, me entero del fallecimiento -a fines de 2019- del michoacano Octavio Bajonero Gil, artista mexicano trascendido. Su muerte fue tan discreta como su vida, sin embargo, plena en calidad para la hechura, promoción y conservación de las artes plásticas. Con énfasis en la gráfica y la escultura artesanal popular, más si se trataba de calaveras o expresiones plásticas relacionadas con la muerte.
Bajonero, con frecuencia se refería al Taller de gráfica Molino de Santo y a la Escuela de Pintura y Escultura La Esmeralda. De ambas fue director y eso no lo pregonaba. Inventó una variante de xilografía o grabado con matrices de madera y fue guía –formal e informal- de pintores y grabadores, coleccionistas y analistas de arte. Con frecuencia era requerido por destacados artistas, entre ellos, Maciel, Benito Messeguer y José Luis Cuevas, para desempeñar otra de sus habilidades, la de impresor de estampas o grabados en papel.
Octavio nació el 20 de noviembre de 1940, y cada año durante ese día festivo coincidente con el aniversario del estallido de la Revolución Mexicana, convocaba –por turnos- a familiares y amigos a celebrar su cumpleaños. El desayuno era íntimo, con su mamá, su hermana Lupe y sobrinos. Pero, de mediodía en adelante había permanencia voluntaria -hasta que el cuerpo aguante y/o se agoten comida y bebida- había convivio con amigos cercanos y amigos de los amigos. Nunca faltaban destacados integrantes de su generación: Leonel Maciel, Javier Arévalo, José Zúñiga. Concurrían también artistas de otras generaciones: Arturo Estrada –del grupo los fridos o ex alumnos de Frida Kahlo-, Janitzio Escalera michoacano, el zacatecano José Esteban Martínez. Había críticos y promotores de arte, Gilberto Amézquita y Arturo Ruiz entre ellos.
La formación y su labor
El maestro Bajonero hizo estudios de pintura, dibujo, grabado en la Escuela Nacional de Artes Plástica La Esmeralda. Evocaba como una de las maestras de grabado que influyó en él a Celia Calderón y era devoto de Guadalupe Posada, el autor de la célebre Catrina.
Fue integrante del Taller de Gráfica Popular, surgido durante el renacimiento de las Artes en México (1920 a 1940) y renacido en apoyo al Movimiento Estudiantil de 1968. También perteneció al Salón de la Plástica Mexicana.
El potosino Miguel Álvarez Acosta, quien ya había sido director del Instituto Nacional de Bellas Artes y se distinguía por sus dotes promocionales, invitó al Octavio Bajonero a dirigir un proyecto vanguardista en el Molino de Santo Domingo –recinto enorme que durante la Colonia fue el primer molino de trigo en América-. Después de una larga negociación con Álvarez Acosta y José Ángel Ceniceros –promotores y mecenas del lugar-, se hace cargo en marzo de 1969 de la iniciación los Talleres del Molino de Santo Domingo, escuela singular que marcó rumbo para la forja de grabado en un ambiente de libertad y pluralidad de estilos –para principiantes y avanzados en la factura- marcados por la guía amable, pero exigente y precisa de Bajonero en cuanto a forja y manejo de técnicas.
“Ceniceros y Álvarez Acosta tenían la intención de crear un centro de trabajo único en su tipo en México–afirma María Eugenia Garmendia en su investigación acerca del tema-; sería un taller sin ataduras académicas ni ideológicas, abierto a la promoción, el estudio y la renovación de las distintas ramas del grabado e interesado en difundir sus productos en exposiciones nacionales e internacionales. Para ello acordaron tres lineamientos:
1. No solicitar ningún requisito académico para ingresar; únicamente pedir que el interesado tuviera verdadero gusto por el grabado y ganas de trabajar. Acudieron al lugar personas sin ninguna formación y quienes ya contaban con conocimientos, como alumnos de las escuelas de Arte de San Carlos y La Esmeralda, y buscaban un espacio donde aprender aún más, aparte de artistas profesionales sin taller propio para producir su obra.
2. Respetar diferencias ideológicas, religiosas, políticas y artísticas, con el fin de privilegiar la libertad temática, estilística y expresiva.
3. No buscar lucro alguno. A fin de llevar a cabo este lineamiento, en un principio se entregaba gratuitamente a todos los integrantes el material necesario para la ejecución de su obra gráfica, incluyendo herramientas, tintas, papel, placas y uso de la maquinaria.
Esos preceptos se cumplieron durante los 7 años que el maestro Octavio dirigió el Taller, etapa concluyente con su renuncia, poco después del fallecimiento de Ceniceros, dueño del inmueble.
Para la memoria, hay escaso material del producido en esos años, porque –para la pervivencia de sus autores- se comercializó en su momento a bajo precio.
Bajonero, recordaba el Taller como: […] una experiencia valiosa porque reunía lo mejor de todos los talleres de grabado que previamente habían existido. Yo ya había participado, en ese entonces, en el Taller de Gráfica Popular, en la Sociedad Mexicana de Grabadores y en otros grupos, casi todos en los años sesenta, que aparecían y desaparecían, que tenían diferentes puntos de vista que me encargué de conjugar. Entonces traía la información y experiencia de todos esos grupos cuando se me invita a fundar El Molino.
Octavio coleccionista
En su a casa, al poniente de la ciudad de México, Bajonero acumuló distintas colecciones de libros, pinturas, esculturas y grabados. Incansable lector y estudioso experimentador de técnicas de grabado, su acopio literario dominante era acerca de ese tema. Sus colecciones de arte era calaveras mexicanas con énfasis en expresiones populares y/o artesanales, y la muerte con referencias universales.
Su colección de libros de artes gráficas, según opinión de expertos, era la más completa del país en el tema y la donó al Museo Nacional de la Estampa poco después de su inauguración en 1986. Ese recinto tiene en su acervo, obra gráfica del maestro Octavio Bajonero.
El Museo de la Muerte
A Octavio Bajonero le llevó casi 50 años reunir una colección de piezas alusivas a calaveras y representaciones de la muerte. Su deseo era que formaran parte de un museo en el convento franciscano de su pueblo natal Charo, próximo a Morelia, capital de Michoacán. Lo gestionó durante años, pero no lo consiguió. Fue en 2007 cuando con su colección donada a la Universidad Autónoma de Aguascalientes, se fundó el Museo Nacional de la Muerte. El conjunto cuenta con obras de reconocidos artistas mexicanos como José Guadalupe Posada y Francisco Toledo, así como piezas coloniales y prehispánicas.
Bajonero Gil opinaba que la muerte es la única verdad que existe, y ese era el tema principal de los grabados realizados por él. No es casual que su colección encontrara asentamiento en Aguscalientes. Su fascinación del arte relacionado con la muerte, comentó, inició con una visita en esa ciudad, al Museo José Guadalupe Posada. “Desde entonces, dijo, ha sido un placer visitar tierras hidrocálidas, porque es como regresar a mi casa”.
También comentó cuando se inauguró en el museo, con obra gráfica de su autoría, la exposición “La muerte mi amiga”: En México hay muerte por todos lados, vemos a la Catrina, las calaveritas… y eso hace que el mexicano la vea con mucha naturalidad y de una manera muy espontánea, que hace que nuestro país sea un gran museo de la muerte; pero se me ocurrió juntar piezas que llegaron a formar una amplia colección con objetos más sofisticados y elaborados.
Respecto a las casi 2 mil piezas de su colección donada, dijo “no hay alguna por la cual tenga un aprecio en particular, sino que por sus características son todas sus preferidas; sin embargo, algunas tienen significados especiales. Por ejemplo, la calavera de cristal de roca, “una pequeña maravilla y pieza emblemática del museo”. Como extraordinarias son otras piezas. Un vaso maya funerario, empleado para las ofrendas para los muertos; la virgen de la buena muerte; un cristo del siglo XVI elaborado con caña de maíz, entre ellas.