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Ver para pensar: Los nombres olvidados

Federico Anaya Gallardo

En Mayo-Junio de 2015 Maciek Wisniewski escribió para La Jornada una triada de artículos sobre lo que él llamó “aprisionamiento de la historia” (Ligas 1 a 3.)

Maciek afirmó entonces que “tal vez lo único que uniría hoy a Europa sería la memoria del Holocausto, si no fuera por el hecho de que éste funciona ya como algo autónomo, cuasimetafísico, estéril y ahistórico, sin conexión con el contexto europeo y/o la modernidad.” Al releer esto hace poco, recordé una película impresionante de 2019, titulada originalmente The Song of Names pero que en Castellano se llamó, más correctamente, La Canción de los Nombres Olvidados. Está disponible en Amazon Prime.La dirigió François Girard con un guión de Jeffrey Caine adaptando la novela de 2009 del mismo título escrita por el controvertido crítico musical Norman Lebrecht (n.1948).

 

Es la historia de un desarraigo. Encontrarás en ella la historia del niño violinista judío-polaco Dovidl Rappaport en el Londres de la Segunda Guerra Mundial. En 1939, teniendo nueve años, su padre le lleva a Inglaterra tanto para que continúe su educación musical como para salvarlo de la persecución nazi-fascista. Rappaport sobrevive al blitz y prospera. Los Simmonds, la familia que le ha acogido, es parte reconocida de los círculos de música culta británicos. Aunque son cristianos, han prometido criar a Dovidl en su ancestral fe judía.

 

De las escenas enmedio de los bombardeos, algunas son predecibles y “lindas” –como aquélla en que el niño-violinista sostiene un duelo musical con un joven músico asilado en un refugio anti-bombas. Otra es terrible. Dovidl y el hijo de los Simmonds (Martin) encuentran el cadáver de una mujer en las ruinas de su casa. El violinista le quita una pulsera y diez libras que había en su monedero. Luego, los niños se van a fumar entre otras ruinas.  Martin le reclama a Dovidl por su falta de respeto a los muertos: “—Ella era una persona humana, Dov. Se fue a dormir planeando hacer… no sé, croquetas de pescado al día siguiente. Y termina muerta entre escombros. ¿No sientes nada?” Dovidl responde, los ojos al borde del llanto: “—¿Sabes cuántas personas murieron anoche, Martin? Y no sólo en Londres. En toda la Europa ocupada. Fusiladas, atravesadas por bayonetas, en explosiones, vencidas por el hambre, quemadas vivas, colgadas… ¡decenas de miles! Y nadie conoce sus nombres. Así que, díme, pequeño hombrecito del código postal NW3, ¿por cuáles de ellas debo sentir algo? ¿Por todos? ¿Sólo por aquéllas cuyo cuerpo encuentre a la mañana siguiente?”

 

En el anonimato de la masacre que fue aquélla guerra, el muchacho ha descubierto el vacío total. Si no sabemos por quién lloramos, el dolor no tiene asidero y lo mejor es olvidar antes de que las lágrimas nos dejen secos.

 

Al final de la guerra, el adolescente se entera de su propia orfandad. Nadie tiene noticias del destino de los Rappaport en Polonia. Lo último que se supo es que fueron llevados a Treblinka. No hay nada qué hacer. El antiguo adversario de Dovidl en el refugio antibombas, luego de regresar y ver el horror, enloqueció… pasará el resto de su larga vida en un siquiátrico. Dovidl le pregunta a Martin qué tratamiento le darán… “Acaso le echen ceniza en la cabeza. Polonia es un país de cenizas. Sería apropiado”.

 

Dovidl obliga a Martin a acompañarle a su sinagoga. Y allí, abjura: “—Oye Israel y escucha Dios de Israel: En este decimonoveno día de Sivan, en el año 5707, en Londres, en presencia de Martin Simmonds, también de Londres, yo, Dovidl Eli Rappaport, hijo de Zygmunt y de Esther Rappaport, de manera libre y por voluntad propia renuncio a la fe de mis antepasados. Solemnemente renuncio y repudio, ahora y para siempre, en el nombre de aquéllos que sobrevivieron la fe injuriada y desacreditada fe de aquéllos que perecieron –la fe de Abraham, Isaac y Jacob; la maldecida fe de los despreciados, burlados, perseguidos y destazados…” El joven desgarra con un cuchillo su talit y su kipá para abandonarlos en el templo.

 

Acaso esta es la escena más fuerte de la película. El muchacho declara su rebelión ante el Dios que dejó sólo a su Pueblo y que a él le ha denegado saber el destino de los suyos. De este dolor ha de nacer la canción de la que habla la novela y la película.

 

Retorno a Maciek… el problema es que la historia que cuenta esta película es un invento. Peor, es un invento escrito por un autor (Lebrecht) a quien la comunidad artística ha acusado de inexactitud en sus reportajes y de superficialidad en la crítica. Con todo y ello, la ficción de Lebrecht que Girard llevó a la pantalla tiene sentido.

 

Si el más grande dolor debiese servir para unificar a sus sobrevivientes, la ritualización y monumentalización del recuerdo puede volverse el último de los agravios a las víctimas de la matanza. El monumento deshumaniza el dolor. Acaso por ello Lebrecht y Girard nos dicen que es esencial nombrar a cada uno de los caídos por su nombre. El problema es que el paso del tiempo tarde o temprano borra las ligas personales de quien lea aquéllos nombres. El problema es que tarde o temprano aparecen junto al monumento aquéllos que desean convertir la memoria en un “símbolo”.

 

Pasa en todos lados. El monumento a los Veteranos de Vietnam en Washington DC fue concebido como un memorial para las y los estadounidenses caídos en aquélla contienda inconstitucional e injusta. Era tan sólo dos largas paredes, adonde se inscribieron los nombres de cada una de las personas sacrificadas… Hasta que las organizaciones conservadoras exigieron se incluyese un “elemento escultórico heroico” sin el cual, según ellas, “el diseño abstracto pondría demasiado énfasis en ‘la vergüenza y el arrepentimiento’ de la guerra”. Así que se agregaron tres soldados armados hasta los dientes. Ciertamente, se trató de representar en ellos al Estados Unidos multiétnico, con un anglosajón, un afroamericano y ¿un latino? Pero la operación lograda por la triple estatua fue exactamente la contraria a las dos largas paredes del memorial: se idealiza al combatiente y se olvidan los nombres propios. Todo se funde y confunde en el bronce de la heroicidad.

 

Ligas usadas en este texto:

 

Liga 1:

http://www.jornada.unam.mx/2015/05/29/opinion/016a1pol

 

Liga2:

https://www.jornada.com.mx/2015/06/05/opinion/022a2pol

 

Liga 3:

https://www.jornada.com.mx/2015/06/19/opinion/020a2pol

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