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Opinión

Ver para pensar: Distopías nazifascistas en streaming

Federico Anaya Gallardo

Amazon Prime Video tiene la serie The Man in the Highcastle (El hombre en el castillo), basada en la novela de 1962 de Philip K. Dick (1928-1982). Sus cuarenta episodios en cuwatro temporadas, producidos por Frank Spotnitz entre 2015 y 2019, han fascinado a esa extraña minoría (ruego al cielo sea minoría) de televidentes mexicanos que siguen jugueteando –como el viejo Vasconcelos en su revista Timón de 1940– con un posible triunfo del Eje en la última guerra mundial.

Sin ambargo, resulta que Dick es famoso también por ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, una novela de 1968 que Ridley Scott llevó a la pantalla como Blade Runner en 1982. Se ha elogiado a Dick por renovar el género de la ciencia ficción y discutir, a través de ucronías y distopias, temas sociales complejos. Tristemente, es casi seguro que los televidentes filo-fascistas mexicanos que ven The Man in the Highcastle con sonrojos, no aprecian igual la distopia de Blade Runner.

En la cubierta de la primera edición de The Man in the Highcastle la editorial Putnam puso las banderas del sol naciente y la svástica en campo rojo agregando el siguiente subtítulo: “Una novela electrizante acerca de nuestro mundo como pudo haber sido”. La geopolítica distópica de la novela plantea una especie de guerra fría alterna a la que en realidad ocurrió. Si en nuestro topos (τόπος) ó lugar/mundo el globo se polarizó entre los Estados Unidos de América (EUA) y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) representando los modelos capitalista y comunista de organización social; en la distopía de Dick esa guerra fría ocurre entre el Reich Alemán y el Imperio Japonés.

Nótese como, en nuestro mundo, la oposición se dió entre dos repúblicas federativas y que ambas se disputaban el mejor modo de liberar a la humanidad. En la más tonta simplificación, teníamos a los campeones de la libertad (EUA) enfrentados a los campeones de la igualdad (URSS). En el mundo alterno de Dick, la oposición se da entre dos Estados centralistas y autoritarios, que no se disputan alternativas sociales para toda la Humanidad, sino que compiten pragmáticamente por el predominio global, mientras a su interior eliminan cualquier disidencia ó pluralidad. Ciertamente, nos tocó el mejor de los mundos alternos.

El cambio propuesto por la ciencia ficción en El Hombre en el castillo es una oportunidad de imaginar cómo sería un mundo en el que triunfara la visión “emprendedora” y de “alta calidad” que presumen algunos sectores de nuestra sociedad. ¿Recuerdas, lectora, las críticas que desde esa banda se lanzaron contra el pequeño movimiento estudiantil del ITAM pidiendo una política institucional de salud mental en Diciembre de 2019? Esos críticos se asumían como “duros”, “fuertes”, “pragmáticos”, “experimentados” y “maduros” frente a los “ñoños” y “chillones”, bleeding-hearts, que creen en la igualdad y amenazan con hundir al mundo en la mediocridad. Ojalá y esos críticos vean la serie que hoy reseño. Ojalá y vean cómo sus posiciones sólo llevan al dolor y a la tragedia.

Para valorar en su justa dimensión el encanto-horror de la propuesta visual de The Man in the High Castle, lectora, te recomiendo ver un documental titulado Architecture of Doom (La Arquitectura de la Condenación). Lo dirigió Peter Cohen (Suecia, 1989, Liga 1). El director abre con un bello paisaje rural. La cámara vuela sobre colinas boscosas cuyos árboles ya están colorados. El viento suena, suave y frío. Era el otoño de un mundo. Se oye una llamada de trompeta en sordina cuando nos acercamos a una villa, de casas blancas y techos de teja roja. La mejor imagen del puritanismo europeo: todo limpio y ordenado, ningún ser humano a la vista. En ese momento, el narrador (Samuel Gray) nos explica que “en un pueblito alemán, a principios de los años treinta, la gente tenía sus propias ideas acerca de lo que era el nacionalsocialismo. El nazismo, pensaban, tenía algo que ver con la pureza. De hecho, creían que su característica más concreta era la negación del sexo. Y cuando las viejas del lugar hablaban de esta dura demanda, movían preocupadas la cabeza y decían que ‘este nacionalsocialismo es cosa dura, sólo el maestro podrá realizarlo, o tal vez el barbero.’ Aunque estas eran sus propias ideas, la gente del pueblito atinaba en algo importante: el sueño nazi de crear, a través de la pureza y el sacrificio, un mundo más bello”.

Luego, el narrador calla. La cámara ha pasado el pueblo y frente a nosotros aparece un bosque más denso con montañas oscuras delante. El narrador reinicia su presentación. Nos dice que el evangelio nazi hablaba de un mundo al borde del colapso, de un crepúsculo permanente que amenazaba absorber el mundo. Los nazis aseguraban haber descubierto el origen de este peligro y saber cómo arreglarlo todo. Había que purificar el país y erradicar lo que lo hacía decaer: el bolchevismo y la judería.

Simple. En ese sentido, bello. Una belleza luciferina. Pero todo lo simple es engañoso. Hacia 1930, las Izquierdas europeas llevaban más de un siglo discutiendo cómo liberar a la Humanidad, escribiendo largos tratados (de La Riqueza de las Naciones de Smith al ¿Qué hacer? de Lenin). Crearon partidos, sindicatos, universidades. Los nazis (y en general las Derechas del siglo XX) simple y llanamente identificaron a un “enemigo”, lo calificaron de “plaga” y tocaron las trompetas llamando al exterminio. Una purificación por fuego que sólo podía terminar en el desastre. Por eso el subtítulo del documental de Cohen es “La Estética Nazi lleva al Holocausto”.

En El hombre en el castillo vemos cómo habría sido nuestro mundo luego de la simplificación fascista. Los duros, fuertes, pragmáticos, experimentados y maduros triunfan sobre los débiles e idealistas. Y luego… se desgarran entre sí en mil y un intrigas.

En la serie producida por Spotnitz, la mujer del jerarca nazi que vence al final de las intrigas debe confesar que la táctica de señalar al enemigo es un engaño. Cuando los señalados eran suficientemente “distintos”, como los judíos y los negros, a ella le fue fácil seguir con la charada. Pero cuando el distinto resultó ser su propio hijo, aquejado por una distrofia muscular y por lo mismo, “defectuoso” y merecedor de exterminio eugenésico, la narrativa ya no le servía.

¡Atención, lectora! El chico mismo se auto-denunció y pidió ser eliminado. Fue esta vocación suicida del verdadero creyente lo que le despertó la consciencia a su madre. Se puede pensar que estamos ante el egoísmo oportunista de la gran consorte del líder nazi mayor en los EUA… te lo concedo, lectora. Pero el egoísmo es una cosa muy humana que puede –paradójicamente– dar buenos frutos. Enrique Dussel, en su Filosofía de la Liberación (1977) señala que uno de los momentos en que se inician los procesos de liberación ocurre cuando el excluído, el periférico, el Otro ajeno y explotado por el dominador, le grita a éste “—¡Tengo hambre!” Pero no basta el grito. Para que inicie la liberación, quien oprime debe ver y escuchar al oprimido como su igual –e imaginarse que él mismo podría estar en situación de explotación. En la serie esto ocurrió cuando la madre perdió a su hijo –una imagen del sacrificio de Isaac en un espejo perverso y oscuro.

Termino este comentario sobre The Man in the High Castle. En la serie, la mujer del líder nazi –traumatizada por el sacrificio eugenésico de su hijo– huye a las Rocallosas, que funcionan como zona neutral entre los imperios fascistas alemán y japonés. Allí, una de sus hijas empieza a escuchar “música de negros” y de “hillbillies”. En la distopia de Dick, por supuesto, no hubo nunca un Bob Dylan –un judío universitario que colocó sus primeras canciones folk en la Nueva York de nuestro 1962. Pero en la distopia fascista de Dick sí habría existido un Woody Guthrie (1912-1967) quien cantó a los jornaleros agrícolas migrantes: los dust bowl refugees (refugiados de la hondonada del polvo) víctimas de la Gran Depresión capitalista. Y en ambos mundos habría existido un Pete Seeger (1919-2014), quien en 1941 cantaba con Millard Lampell (1919-1997) en The Almanacs, la Balada de 0ctubre 16 criticando la ley de servicio militar obligatorio de Franklin D. Roosevelt. Gracias a esta ley millones de aquéllos dust bowl refugees se volvieron soldados en la gran guerra antifascista. Y a su regreso, muchos de ellos estudiaron en las universidades. Y sus hijos participarían en los movimientos por la paz y los derechos civiles. La Historia importa.

Ligas usadas en este texto:

Liga 1:
https://www.youtube.com/watch?v=O2iDsiaRrgI

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