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Opinión

Antes de Cleopatra, Alejandro

Federico Anaya Gallardo

La semana pasada te sugerí, lectora, que el retrato de Cleopatra en los cuatro capítulos de Tina Gharavi para la serie Reinas Africanas de Netflix en este año de 2023 es más complejo y fiel a lo que sabemos históricamente de la última faraona de Egipto. La Cleopatra de Gharavi, interpretada por Adele James, no sólo nos plantea seriamente la cuestión de lo étnico en el reino de los Tolomeos (¿era Cleopatra negra?), sino que nos explica los vaivenes de la política mediterránea en el siglo I aC. Contrario a la Cleopatra de Mankiewicz (1963) y a la faraona de la serie Roma de HBO (2005-2007), aquí estamos frente a un documental –aunque el mismo se arma mediante largas escenificaciones (docu-drama). Así que hoy me perdonarás dos cosas, lectora. Una, que esta kino-reseña hile mucho sobre literatura y Academia. Otra, que antes de ir a la Cleopatra de Gharavi, visitemos el Alejandro de Stone.

En las siete novelas del ciclo Señores de Roma (Masters of Rome) de la australiana Colleen McCullough se refleja un trabajo serio de investigación histórica y el ánimo de revivir las sociedades antiguas como comunidades formadas por seres de carne y hueso –como nosotras, como nosotros. Por ejemplo, sabemos que Octaviano (César Augusto) presumía en su vejez que había nacido en una Roma insalubre de ladrillo y dejaba a sus nietos una Roma de mármol con agua y saneamiento. En la primera escena de la primera novela de McCullough (El Primer Hombre de Roma, 1990), vemos a Cayo Mario (el primer gran líder del partido popular) bajar al Foro romano en medio del lodo e inmundicias que cubrían las callejuelas de la ciudad. Uno entiende que las togas de los ciudadanos romanos de ese instante no eran ligeros mantos, sino pesadas telas de lana, más bien burda. La grandeza siempre nace humilde.

A lo largo de las tres primeras novelas veremos elevarse a Mario, un hombre común pero talentoso, nacido en el pueblito rural de Arpino, y quien sólo tenía dos nombres. Este detalle genealógico lo toma McCullough de las Vidas Paralelas de Plutarco. Mario conquistó fama y poder por su propio mérito en oposición a los hijos y nietos de las grandes familias que gobernaban la ciudad –y que tenían tres nombres, como Quinto Cecilio Metelo. Los posicionamientos socio-políticos de Mario –que hoy sería un populista de izquierdas– los elabora la australiana a partir de los discursos del líder preservados por Cayo Salustio Crispo –un historiador cesariano. Literatura bien escrita, Historia seria. ¡Cómo nos falta una película sobre este momento romano!

Cuando Cayo Julio César (sobrino y heredero político del liderazgo popular de Mario) llega a Alejandría en la cuarta de las novelas (Las Mujeres de César, 1996), McCullough nos plantea el problema de la legitimidad del Estado en el Mediterráneo antiguo. En las entregas anteriores habíamos visto las aventuras de políticos ambiciosos en la praxis republicana de una ciudad-Estado convulsa y exitosa. Atrás está el clásico La Ciudad Antigua de Fustel de Coulanges (1864). Ahora veremos cómo se relacionaba la República Romana con los reinos y ciudades-Estado más antiguos en Grecia, Asia Menor, Palestina y Egipto. Atrás podemos percibir la crítica de Theodor Mommsen al egoísmo de una Roma que no asumía la responsabilidad de gobernar la macro-región (1854-56)… y el problema de la esclavitud como fundamento económico de esa sociedad. El régimen político de la ciudad-Estado clásica estaba rebasado por la realidad y esta llamaba a una nueva forma de Estado. ¿Cómo traducirlo a nuestro país y tiempo? Imagina, lectora, que las familias oligarcas de Lagos de Moreno pretendiesen gobernar toda la República Mexicana desde su Ayuntamiento.

¿Había alguna alternativa? Sí: el Estado multinacional regido por una monarquía. Ese régimen había nacido en la Persia Aqueménida. Aristóteles lo había criticado porque el Rey de Reyes persa había convertido a todos los ciudadanos en esclavos. El filósofo se enorgullecía de que en las ciudades-Estado griegas todos los ciudadanos sabían ser gobernantes y ser gobernados alternativamente (y todos tenían la oportunidad de hacerlo). A los pueblos bajo el Rey de Reyes persa sólo se les enseñaba a obedecer… y sólo el monarca mandaba –aunque fuese inepto.

La riqueza social y cultural del republicanismo artistotélico aseguraba y explicaba la resistencia de las ciudades griegas frente al Imperio Persa y el éxito de Roma. (Maquiavelo diría, dos milenios más tarde: Roma fue grande porque estaba dividida y la lucha interna avivaba su energía.) Pero también explica la síntesis de ambos sistemas que Macedonia trató de construir en el siglo IV aC. El más famoso alumno de Aristóteles fue Alejandro Magno (Αλέξανδρος ο Μέγας), quien empezó como ciudadano educado y hábil dinasta; pero luego se consagró a sí mismo como Faraón de Egipto y se sentó en el trono del Rey de Reyes persa.

El hijo intelectual de Aristóteles sabía que el mérito personal era esencial en una sociedad republicana (y que esta era la mejor sociedad concebible), pero que la gobernanza de mil pueblos culturalmente diversos requería una legitimidad más compleja –como la que habían ideado los persas.

Estos temas se reflejan, muy sutilmente, en el Alejandro de Oliver Stone (2004). Esta película abre con una serie de imágenes que ubica a la audiencia en la Antigüedad. Esas imágenes nos remiten a Persia y no a Grecia. En la primera escena vemos a militares griegos rodeando un lecho en una habitación palaciega de Babilonia. Sobre el lecho hay un abanico con el símbolo del Sol Alado de los Reyes de Reyes (el Faravahar). Dos manos se elevan hacia el símbolo. Alejandro está agonizando. Se quita el anillo real macedonio y balbucea algo. Muere. Los brazos caen. El anillo rueda por el suelo. La escena se sustenta en una tradición historiográfica antigua: al preguntarle sus generales quién debía sucederle, el ciudadano líder se quitó el anillo y habría dicho krátsitos (κράτιστος)… que podía entenderse como el mejor ó el más fuerte. Una de las fuentes de esta escena es la Biblioteca Histórica de Diódoro de Sicilia (Libro XVII párrafo 118, Liga 1). Nota, lectora, que este Diódoro era contemporáneo de Cayo Julio César…

Regresemos al Alejandro de Stone. El guía en esta aventura alejandrina es su amigo Tolomeo, quien estaba junto al lecho de muerte y quien, ya viejo, es interpretado por Anthony Hopkins. Al inicio de la película, Tolomeo/Hopkins reflexiona acerca del sueño político de su amigo y líder: “Tirano, le llaman con mucha facilidad. Pero un tirano nunca dá tanto de regreso a la gente. Se requiere de un hombre fuerte para gobernar. Pero él era más, era como Prometeo, un amigo de la Humanidad. Él cambió el mundo. Antes de él había tribus. Luego de él, cualquier cosa era posible. Surgió la idea de que todo el mundo podía ser regido por un rey y ser mejor para todas las personas.”

Tolomeo/Hopkins reflexiona que el sueño alejandrino era reunir a todos los pueblos del mundo bajo su mando. Por la gloria, sí. Pero también para lograr Justicia para todos. (Alumno de Aristóteles hasta el final.) Y fue por eso mismo que al final, Alejandro se quedó sólo. Nos dice Tolomeo/Hopkins: “Lo cierto es que nosotros lo matamos. Con nuestro silencio consentimos en su muerte. Los soñadores nos agitan. Deben morir antes que nos maten con sus malditos sueños.”

Alejandro, por supuesto, no había sido el primer soñador de esa utopía. Ciro el Grande y Darío, los fundadores de la Persia aqueménida lo intentaron primero. Y descubrieron que su trono requería una legitimidad distinta a la de las ciudades-Estado. Estas seguían siendo versiones complejas de las tribus, cada una con su dios ó diosa tutelares. Atenea regía sobre la acrópolis, Júpiter sobre el capitolio. Los Reyes de Reyes adoptaron el Faravahar que habían inventado los gobernantes asirios: un monarca surge de un sol alado y desde allí –desde el poder político– hace Justicia a todos los pueblos que ha conquistado/liberado. (Anota, lectora, que el Juego de Tronos de G.R.R. Martin termina con esta misma idea.)

Los aqueménidas también impulsaron el zoroastrismo, una religión casi-monoteísta que adoraba la luz y llamaba a vencer la oscuridad. (El Rey de Reyes, al centro del Faravahar, aparece como el primer defensor de lo que hoy llamaríamos lado luminoso de la Fuerza.) Pero los Reyes de Reyes no impusieron el zoroastrismo como religión de Estado, sino que practicaron la tolerancia –lo que permitió a cada uno de los pueblos sometidos relacionarse directamente con ese nuevo trono “universal”. Los judíos, desterrados a Babilonia por el tirano Nabucodonozor, regresaron a Jerusalén gracias al buen rey Ciro. Así lo recordaron en Esdrás 1, 2-3: “Así ha dicho Ciro rey de Persia: Jehová el Dios de los cielos me ha dado todos los reinos de la tierra, y me ha mandado que le edifique casa en Jerusalén, que está en Judá. / Quien haya entre vosotros de su pueblo, sea Dios con él, y suba a Jerusalén que está en Judá, y edifique la casa a Jehová Dios de Israel (él es el Dios), la cual está en Jerusalén.” (Liga 2.) ¿Ciro se declaró creyente del Jehová judío? No. Pero los judíos repatriados así lo entendieron. Ciro probablemente habría dicho que la restitución del territorio a este pueblo era un acto luminoso, propio del Rey de Reyes. (Y que le rendiría frutos sociales y geopolíticos al nuevo Estado multinacional.)

Ese mismo Rey de Reyes es elogiado en el Cilindro de Ciro, una pieza de arcilla descubierta en 1878 con inscripciones cuneiformes al modo babilonio (no persa). Allí se relata cómo el tirano babilonio Nabodino oprimía a los pueblos y cómo estos se quejaron con su dios, Marduk. Y este gran dios “posó su mano sobre Ciro, rey de la ciudad de Anshan, Y le llamó por su nombre, proclamando para él la soberanía sobre todo y todos. … Marduk, el gran Señor, quien alimenta a su pueblo, vió con agrado las buenas obras [de Ciro] y que su corazón era verdadero: así que le ordenó ir a Babilonia … y, como amigo y compañero, Marduk caminaba a su lado.” (Liga 3.) De nueva cuenta, Ciro no es exactamente un fiel devoto de Marduk –pero igual libera a sus adoradores –y estos ven caminar a su deidad de la mano del Rey de Reyes. (Si Irán no fuera parte del Eje del Mal en nuestros tiempos, acaso podríamos tener un kino-retrato de esta saga política…)

Este poder y legitimidad es el que buscó absorber Alejandro una vez que derrotó a Darío III. Él era el nuevo Rey de Reyes. Él era el político que impartía justicia desde el disco solar alado. La misma estratagema de legitimación es la que realizó el Macedonio en el oasis de Siwa, en un santuario dedicado al dios egipcio Amón. Al salir del templo, el rey de Macedonia declaró que él era el hijo de Amón –traduciendo para los recién conquistados la idea de su madre, Olimpia, de que él era hijo de Zeus.

Luego de su muerte, uno de sus amigos-generales, Tolomeo, retomó esta consigna y agregó que Alejandro había deseado ser enterrado en Siwa… y no en su natal Macedonia. (Mentira política: en una antigua tradición tribal macedonia, quien enterrase al rey previo reclamaba su soberanía.) Tolomeo se quedó con la momia de Alejandro y la instaló, no en Siwa, sino en la ciudad-puerto fundada por su amigo: la Alejandría de Egipto.

Todo lo anterior nos permite entender por qué, en la Cleopatra de Mankiewicz, Taylor/Cleopatra le pregunta a César/Harrison por qué ha llorado ante el sarcófago de cristal del gran Alejandro. Sabemos por varias fuentes de la fascinación romana por el rey macedonio. Diódoro de Sicilia escribió su Biblioteca Histórica en esos años. Las fuentes reportan que Cayo Julio César no sólo lloró entonces. También lo había hecho de joven, ante una estatua del macedonio en Hispania. Cayo deseaba imitar a Alejandro tanto como ser el primer ciudadano de Roma.

Falta por decir que, cuando Tolomeo (también alumno de Aristóteles) aseguró la momia y el valle del Nilo, debió hacer un trabajo mucho más serio de inculturación de su régimen. Desde hacía dos milenios, los faraones se habían identificado con los dioses locales (mucho más “tribales” de Atenea ó Júpiter). En tres ocasiones los egipcios habían expulsado dinastías extranjeras: en los 1500s aC a los Hicsos (heqa khaseshet, “gobernantes extranjeros”), en los 600s aC a los Nubios de Kush (el actual Sudán) y en los 400s aC a los persas aqueménidas. ¿Cómo legitimar a una nueva dinastía extranjera? Primero, haciendo como los persas: respetar los cultos nacionales. Segundo, hibridando a los dinastas dentro del sistema político nacional. Así, los descendientes del racionalista estudiante aristotélico se volvieron dioses y diosas. Porque, para preservar su linaje, los Tolomeos practicaron el incesto ritual. Durante 300 años, hermanos Tolomeos y hermanas Cleopatras se casaron y produjeron varias generaciones de faraones y faraonas “hijos de Amón” é “hijas de Isis”.

Los dinastas republicanos romanos presumían de ascendencia divina. Los Julios alegaban ser descendientes de Venus. En Roma estas consejas eran sólamente parte de la competencia municipal por prestigio y puestos. Cuando César y Antonio (ambos de la familia Julia) alegaron eso frente a Cleopatra, la última Tolomea conectó la conseja latina a su propio discurso dinástico: La mejor manera de perpetuar a los gobernantes divinos de Egipto era una infusión de nueva sangre divina: ¿qué mejor que de la de Venus/Afrodita a través de la Casa Julia?

Por lo menos esa sería la versión de Colleen McCullough. Su Cleopatra es una joven y atenta discípula de Cayo Julio César (del que retoma las ideas de asegurar a la población un mínimo vital, el panem romano). La supuesta filiación divina de los Julios le permitiría perpetuar su reinado a través de Cesarión, hijo de Cayo Julio César. Con Antonio la reina produjo repuestos: Alejandro Helios y Cleopatra Selene (la parejita de hermanos-cónyuges). Aparte, la momia de Alejandro seguía allí, como tótem del sueño de un imperio universal à-la-Persa. Un proyecto político serio para el Mediterráno oriental circa 30 aC.

Por todo lo anterior la República Romana y su primer ciudadano, Octaviano César, debía destruir el sueño de Cleopatra.

Termino esta larga kino-liter-acade-reseña con un rumor histórico: dicen que la momia de Alejandro sería el supuesto cuerpo del Apóstol San Marcos que unos mercaderes se llevaron a Venecia en el siglo IX dC. (Liga 4.) El Gran Alejandro sigue moviéndose en el imaginario de los pueblos.

Ligas usadas en este texto:

Liga 1:

https://penelope.uchicago.edu/Thayer/E/Roman/Texts/Diodorus_Siculus/17F*.html#ref84

Liga 2:

https://www.biblia.es/reina-valera-1960.php

Liga 3:

https://www.britishmuseum.org/collection/object/W_1880-0617-1941

Liga 4:

https://www.walksinsiderome.com/es/blog/could-saint-marks-basilica-contain-the-body-of-historys-greatest-warlord/

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