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Opinión

Ver para pensar: El Principado en celuloide (César en Alesia)

Federico Anaya Gallardo

En el Alejandro de Stone (2004) el director usa flash-backs a cada rato para mostrarnos al líder macedonio de regreso en la cueva sagrada adonde su padre tuerto Filipo lo espantaba cuando era adolescente. Allí estaban pintadas las leyendas sangrientas de madres que mataban a hijos, hijos que asesinaban a padres, hijos que se sacaban los ojos. Superando los horrores de Medea y Edipo, la mente de Alejandro –el eterno muchacho que conquistó el mundo– regresaba siempre a Aquiles… Pero no a su cólera, sino al amor que sintió por Patroclo. Bueno, eso nos muestra Stone.

La civilización helenística difundió los ideales griegos por todo el Mediterráneo. Al mito aquileo se sumó la impresionante Historia de Alejandro y las élites grecorromanas criaron a sus hijos admirando la cólera de ese tipo de héroe. En esa construcción colectiva, la cólera de Aquiles evolucionó. Junto a la rabia del guerrero estaba la ambición de gloria como el deseo de ser recordado por mil generaciones. La idea de gloria adquirió un carácter más político.

En la Cleopatra de Mankiewicz (1963) vemos un reflejo del mito aquileo-alejandrino cuando Taylor/Cleopatra descubre que César/Rex Harrison ha llorado ante el sarcófago de cristal del gran Alejandro. Esto ocurrió en el año 47 aC, cuando César tenía 53 años. Estaba frente a la momia de un hombre convertido en dios a los 33 años y cuya leyenda perduraba –en ese momento– luego de casi tres siglos. La explicación del llanto de César es mucho más compleja que la cólera aquilea ó la lucha de Alejandro por superar las expectativas de su madre (Olimpia), padre (Filipo) y maestro (Aristóteles). Práctico –como buen romano– César se comparaba con el macedonio. Tenía veinte años más que Alejandro y aún no había conquistado el mundo.

Las fuentes nos dicen que aquélla no fue la primera vez que Cayo Julio César lloró al compararse con el recuerdo del héroe helenístico. El primer llanto de César había ocurrido mucho tiempo antes, en Hispania, cuando recibió el encargo de cuestor (oficial del fisco que cobraba los tributos) en los años 67-66 aC. César tenía 33 años. El historiador Cayo Suetonio Tranquilo (circa 70-126 dC) lo relató así dos siglos más tarde: “…al llegar a Cádiz, viendo cerca de un templo de Hércules la estatua de Alejandro Magno, suspiró profundamente como lamentando su inacción; y censurando no haber realizado todavía nada digno a la misma edad en que Alejandro ya había conquistado el mundo, dimitió en seguida su cargo para regresar a Roma y aguardar en ella la oportunidad de grandes acontecimientos”.

Importa subrayar aquí que mientras Alejandro era hijo y heredero de un rey conquistador, César era un ciudadano más en una república turbulenta llena de personalidades fuertes que peleaban entre sí por el prestigio y el poder político. Por eso no le convenía estar en “provincias” cobrando impuestos. Necesitaba estar en Roma y ganar elecciones. En los seis años que van del 66 al 59 aC, César ganó elecciones para edil, pontífice máximo, pretor y finalmente cónsul. (En Roma los periodos de gobierno eran de sólo un año.) Su consulado sería recordado por muchos años por las reformas sociales que impulsó.

En el siglo XX, las familias de Izquierda solían ponerle “Graco” a sus hijos –en recuerdo de los primeros políticos romanos que trataron de hacer una reforma agraria. A los dos hermanos Graco los asesinó la oligarquía. Fue César quien finalmente logró esa reforma cuando fue electo cónsul. Pero esta parte de su biografía no se suele contar (no vaya a ser que algún político moderno trate de imitarlo). Hasta ahora no he encontrado un filme que nos cuente esa parte de la vita Cæsari. ¿Sabes de alguno, querida lectora?

César marchó después de su consulado a las Galias (año 58 aC). Se fue a probar suerte con un ejército prestado. Tenía 42 años. Tardaría siete años en volver a Italia –y eso, tras mil vicisitudes que casi terminaron en desastre.

De esta etapa hay muchas películas. Te recomiendo ver I Giganti di Roma dirigida por el italiano Antonio Margheriti en 1964. (La Liga 1 te llevará a una buena versión en Inglés.) Se trata de una de las últimas películas del género “espada y sandalia” ó “Peplum” que fue tan socorrido en la Europa de la posguerra. La estelariza el estadounidense Richard Harrison (n.1936) como el oficial Claudio Marcelo. Harrison –originario de Salt Lake City, Utah– empezó su carrera como empleado en gimnasios de Los Ángeles adonde contactó a actores y productores. Luego vivió dos décadas en Europa haciendo películas de aventuras y una década más en Filipinas haciendo pelis de ninjas. ¡Qué carrera!

Varias de las estrellas de este filme italiano harían carrera en la siguiente oleada de cine de entretenimiento europeo: los Spaghetti Westerns. Este es el caso de Alberto Dell’Acqua (n.1944) quien, en Giants of Rome, como se llamó en Inglés, interpretó a Valerius: un adolescente romano de buena familia. Valerius es voluntario en Galia. Apoya a su ídolo político, César. En la primera parte de la cinta, nos enteramos de que su padre “tiene cien esclavos para limpiar zapatos”. Desobedeciendo las órdenes, el muchacho se escapa y sigue a un comando de cuatro legionarios que, bajo el mando de Marcelo, debe destruir “un arma secreta” que un perverso druida galo ha preparado para vencer a César en Alesia.

Valerius morirá heroicamente para salvar al comando, resistiendo a la tortura a que le sometieron los galos. Claudio Marcelo/Harrison lo consolará en el árbol en que agoniza el chico, diciéndole: “—César es sólo César, tú eres un héroe”. (Cualquier parecido con el capitán de El tamborcillo sardo de Amicis cuadrándose frente al muchacho mutilado en Corazón, diario de un niño…es tu muy correcta imaginación, lectora.)

Valerius le entregará a Marcelo el “medallón familiar” para que se lo regrese a su madre cuando las legiones regresen triunfantes a Roma. Esto último no lo veremos al final de Os quatro legionários de César (como se llamó esta peli en Portugués). Este filme no mereció segunda parte. Luego del triunfo del comando, sólo vemos marchar las legiones de César a sitiar Alesia –adonde César vencería finalmente a Vercingétorix.

Este filme es una pieza de entretenimiento clásico de las llamadas “B-Movies”, películas de bajo costo que servían para rellenar la segunda parte de los programas dobles en las salas de cine entre 1950 y 1970. En otras palabras, en su producción no se gastaba mucho. Los galos que apoyan al “perverso druida” aparecen vestidos como si fuesen hunos. Probablemente se usaron vestuarios de otra película. Mi sospecha apunta a los despojos de la producción de Atila: Hombre o demonio de Pietro Francisci (1954) –adonde Antony Quinn es Atila y Sofía Loren la mujer valiente que enamora al caudillo asiático.

Si te gusta Asterix, lectora, te indignarás no sólo al ver los falsos galos de Giants of Rome; sino al descubrir que “el arma secreta” no es una poción mágica que otorga superfuerza a quien la bebe, sino una catapulta grande que lanza bombas incendiarias. El esfuerzo de los productores, sin embargo, debe agradecerse. Recordemos que no había mucha plata como para usar artefactos. (Probablemente era una catapulta de segunda mano.)

Pero precisamente lo poco que se gastó el estudio hace interesantes las referencias a la política romana en I Giganti. NO había un gran intelectual detrás del guion. IMDB nos informa que esta película tuvo tres guionistas. Una era Arlette Combret (n.1933) quien sólo escribió otras dos obras y hacia 2001 era directora de una empresa llamada Societé d’Expansion du Spectacle dedicada a la proyección en Francia. Otro era Ernesto Gestaldi (n.1934), cuya fama eran películas de ciencia ficción y horror (vampiros y licántropos). El tercero era Luciano Martino (1933-2013) famoso por escribir Spaghetti Westerns, películas de espías y comedia “sexy” en los 1970s.

La escena que abre I Giganti no ocurre en las Galias, sino en Roma. La audiencia puede ver una lucha de gladiadores. Luego, la cámara se va acercando a la tribuna principal y allí vemos a tres personajes. Uno de ellos, vestido con una elegante armadura: es Cneo Pompeyo Magno (interpretado por Piero Lulli). Pompeyo era socio político de César (quien le prestó sus legiones para ir a las Galias), pero luego se volvió su rival. A derecha e izquierda de Pompeyo vemos a dos senadores con sus togas blancas con ribete escarlata. Uno de ellos es Marco Tulio Cicerón, el gran orador de la oligarquía (interpretado por Gianni Solaro). Los tres debaten acerca de la ambición de César. Les preocupa que las legiones le deben lealtad a él y no a Roma. Quieren aprovechar que César fue derrotado en Gergovia (año 52 aC) y Cicerón se compromete a convencer al Senado para que ordene a César abandonar la Galia. ¡Justo antes de la batalla decisiva, en Alesia! Mientras, termina el combate de los gladiadores. Cicerón le dice a Pompeyo: “—Crearemos la ilusión de que es un tirano. Y una vez que lo separemos de sus legiones…” Entonces, Cicerón mueve su pulgar hacia abajo, sentenciando a muerte a los gladiadores vencidos y –según él– a César.

Como te digo, lectora, detrás de los guionistas de I Giganti no hay grandes intelectuales. Pero pese a ello su retrato de la política romana del año 52 aC es bastante correcto. Un César popular con legiones que le adoran. Una élite urbana y oligárquica temerosa del poder que acumula César. La historia secundaria del muchacho Valerius/Dell’Acqua subraya la popularidad del partido cesariano. Nada mal para una peli de romanos chocomilera…

Liga usada en este texto:

Liga 1:

En el Alejandro de Stone (2004) el director usa flash-backs a cada rato para mostrarnos al líder macedonio de regreso en la cueva sagrada adonde su padre tuerto Filipo lo espantaba cuando era adolescente. Allí estaban pintadas las leyendas sangrientas de madres que mataban a hijos, hijos que asesinaban a padres, hijos que se sacaban los ojos. Superando los horrores de Medea y Edipo, la mente de Alejandro –el eterno muchacho que conquistó el mundo– regresaba siempre a Aquiles… Pero no a su cólera, sino al amor que sintió por Patroclo. Bueno, eso nos muestra Stone.

La civilización helenística difundió los ideales griegos por todo el Mediterráneo. Al mito aquileo se sumó la impresionante Historia de Alejandro y las élites grecorromanas criaron a sus hijos admirando la cólera de ese tipo de héroe. En esa construcción colectiva, la cólera de Aquiles evolucionó. Junto a la rabia del guerrero estaba la ambición de gloria como el deseo de ser recordado por mil generaciones. La idea de gloria adquirió un carácter más político.

En la Cleopatra de Mankiewicz (1963) vemos un reflejo del mito aquileo-alejandrino cuando Taylor/Cleopatra descubre que César/Rex Harrison ha llorado ante el sarcófago de cristal del gran Alejandro. Esto ocurrió en el año 47 aC, cuando César tenía 53 años. Estaba frente a la momia de un hombre convertido en dios a los 33 años y cuya leyenda perduraba –en ese momento– luego de casi tres siglos. La explicación del llanto de César es mucho más compleja que la cólera aquilea ó la lucha de Alejandro por superar las expectativas de su madre (Olimpia), padre (Filipo) y maestro (Aristóteles). Práctico –como buen romano– César se comparaba con el macedonio. Tenía veinte años más que Alejandro y aún no había conquistado el mundo.

Las fuentes nos dicen que aquélla no fue la primera vez que Cayo Julio César lloró al compararse con el recuerdo del héroe helenístico. El primer llanto de César había ocurrido mucho tiempo antes, en Hispania, cuando recibió el encargo de cuestor (oficial del fisco que cobraba los tributos) en los años 67-66 aC. César tenía 33 años. El historiador Cayo Suetonio Tranquilo (circa 70-126 dC) lo relató así dos siglos más tarde: “…al llegar a Cádiz, viendo cerca de un templo de Hércules la estatua de Alejandro Magno, suspiró profundamente como lamentando su inacción; y censurando no haber realizado todavía nada digno a la misma edad en que Alejandro ya había conquistado el mundo, dimitió en seguida su cargo para regresar a Roma y aguardar en ella la oportunidad de grandes acontecimientos”.

Importa subrayar aquí que mientras Alejandro era hijo y heredero de un rey conquistador, César era un ciudadano más en una república turbulenta llena de personalidades fuertes que peleaban entre sí por el prestigio y el poder político. Por eso no le convenía estar en “provincias” cobrando impuestos. Necesitaba estar en Roma y ganar elecciones. En los seis años que van del 66 al 59 aC, César ganó elecciones para edil, pontífice máximo, pretor y finalmente cónsul. (En Roma los periodos de gobierno eran de sólo un año.) Su consulado sería recordado por muchos años por las reformas sociales que impulsó.

En el siglo XX, las familias de Izquierda solían ponerle “Graco” a sus hijos –en recuerdo de los primeros políticos romanos que trataron de hacer una reforma agraria. A los dos hermanos Graco los asesinó la oligarquía. Fue César quien finalmente logró esa reforma cuando fue electo cónsul. Pero esta parte de su biografía no se suele contar (no vaya a ser que algún político moderno trate de imitarlo). Hasta ahora no he encontrado un filme que nos cuente esa parte de la vita Cæsari. ¿Sabes de alguno, querida lectora?

César marchó después de su consulado a las Galias (año 58 aC). Se fue a probar suerte con un ejército prestado. Tenía 42 años. Tardaría siete años en volver a Italia –y eso, tras mil vicisitudes que casi terminaron en desastre.

De esta etapa hay muchas películas. Te recomiendo ver I Giganti di Roma dirigida por el italiano Antonio Margheriti en 1964. (La Liga 1 te llevará a una buena versión en Inglés.) Se trata de una de las últimas películas del género “espada y sandalia” ó “Peplum” que fue tan socorrido en la Europa de la posguerra. La estelariza el estadounidense Richard Harrison (n.1936) como el oficial Claudio Marcelo. Harrison –originario de Salt Lake City, Utah– empezó su carrera como empleado en gimnasios de Los Ángeles adonde contactó a actores y productores. Luego vivió dos décadas en Europa haciendo películas de aventuras y una década más en Filipinas haciendo pelis de ninjas. ¡Qué carrera!

Varias de las estrellas de este filme italiano harían carrera en la siguiente oleada de cine de entretenimiento europeo: los Spaghetti Westerns. Este es el caso de Alberto Dell’Acqua (n.1944) quien, en Giants of Rome, como se llamó en Inglés, interpretó a Valerius: un adolescente romano de buena familia. Valerius es voluntario en Galia. Apoya a su ídolo político, César. En la primera parte de la cinta, nos enteramos de que su padre “tiene cien esclavos para limpiar zapatos”. Desobedeciendo las órdenes, el muchacho se escapa y sigue a un comando de cuatro legionarios que, bajo el mando de Marcelo, debe destruir “un arma secreta” que un perverso druida galo ha preparado para vencer a César en Alesia.

Valerius morirá heroicamente para salvar al comando, resistiendo a la tortura a que le sometieron los galos. Claudio Marcelo/Harrison lo consolará en el árbol en que agoniza el chico, diciéndole: “—César es sólo César, tú eres un héroe”. (Cualquier parecido con el capitán de El tamborcillo sardo de Amicis cuadrándose frente al muchacho mutilado en Corazón, diario de un niño…es tu muy correcta imaginación, lectora.)

Valerius le entregará a Marcelo el “medallón familiar” para que se lo regrese a su madre cuando las legiones regresen triunfantes a Roma. Esto último no lo veremos al final de Os quatro legionários de César (como se llamó esta peli en Portugués). Este filme no mereció segunda parte. Luego del triunfo del comando, sólo vemos marchar las legiones de César a sitiar Alesia –adonde César vencería finalmente a Vercingétorix.

Este filme es una pieza de entretenimiento clásico de las llamadas “B-Movies”, películas de bajo costo que servían para rellenar la segunda parte de los programas dobles en las salas de cine entre 1950 y 1970. En otras palabras, en su producción no se gastaba mucho. Los galos que apoyan al “perverso druida” aparecen vestidos como si fuesen hunos. Probablemente se usaron vestuarios de otra película. Mi sospecha apunta a los despojos de la producción de Atila: Hombre o demonio de Pietro Francisci (1954) –adonde Antony Quinn es Atila y Sofía Loren la mujer valiente que enamora al caudillo asiático.

Si te gusta Asterix, lectora, te indignarás no sólo al ver los falsos galos de Giants of Rome; sino al descubrir que “el arma secreta” no es una poción mágica que otorga superfuerza a quien la bebe, sino una catapulta grande que lanza bombas incendiarias. El esfuerzo de los productores, sin embargo, debe agradecerse. Recordemos que no había mucha plata como para usar artefactos. (Probablemente era una catapulta de segunda mano.)

Pero precisamente lo poco que se gastó el estudio hace interesantes las referencias a la política romana en I Giganti. NO había un gran intelectual detrás del guion. IMDB nos informa que esta película tuvo tres guionistas. Una era Arlette Combret (n.1933) quien sólo escribió otras dos obras y hacia 2001 era directora de una empresa llamada Societé d’Expansion du Spectacle dedicada a la proyección en Francia. Otro era Ernesto Gestaldi (n.1934), cuya fama eran películas de ciencia ficción y horror (vampiros y licántropos). El tercero era Luciano Martino (1933-2013) famoso por escribir Spaghetti Westerns, películas de espías y comedia “sexy” en los 1970s.

La escena que abre I Giganti no ocurre en las Galias, sino en Roma. La audiencia puede ver una lucha de gladiadores. Luego, la cámara se va acercando a la tribuna principal y allí vemos a tres personajes. Uno de ellos, vestido con una elegante armadura: es Cneo Pompeyo Magno (interpretado por Piero Lulli). Pompeyo era socio político de César (quien le prestó sus legiones para ir a las Galias), pero luego se volvió su rival. A derecha e izquierda de Pompeyo vemos a dos senadores con sus togas blancas con ribete escarlata. Uno de ellos es Marco Tulio Cicerón, el gran orador de la oligarquía (interpretado por Gianni Solaro). Los tres debaten acerca de la ambición de César. Les preocupa que las legiones le deben lealtad a él y no a Roma. Quieren aprovechar que César fue derrotado en Gergovia (año 52 aC) y Cicerón se compromete a convencer al Senado para que ordene a César abandonar la Galia. ¡Justo antes de la batalla decisiva, en Alesia! Mientras, termina el combate de los gladiadores. Cicerón le dice a Pompeyo: “—Crearemos la ilusión de que es un tirano. Y una vez que lo separemos de sus legiones…” Entonces, Cicerón mueve su pulgar hacia abajo, sentenciando a muerte a los gladiadores vencidos y –según él– a César.

Como te digo, lectora, detrás de los guionistas de I Giganti no hay grandes intelectuales. Pero pese a ello su retrato de la política romana del año 52 aC es bastante correcto. Un César popular con legiones que le adoran. Una élite urbana y oligárquica temerosa del poder que acumula César. La historia secundaria del muchacho Valerius/Dell’Acqua subraya la popularidad del partido cesariano. Nada mal para una peli de romanos chocomilera…

Liga usada en este texto:

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